Si te da pánico el coronavirus, deberías averiguar que está pasando con la crisis climática y su efecto destructivo para la humanidad. Debes conocer sus factores causantes: el secuestro de la conciencia de la gente, el modelo de consumo ciego y contaminante, el negocio energético petrolero, la salvaje deforestación, entre otros.
Los gobiernos mienten, parecen preocupados hoy por el virus, les preocupa desaparecer a éste, pero no dicen nada de la catástrofe ambiental global en curso. Cómo si todo estuviera funcionando a la perfección hasta que apareció el germen aguafiestas. Por ello, derrotado el patógeno todo debería continuar igual, es decir trabajar para el crecimiento económico, aunque éste tenga que arrasarlo todo hasta el extremo de extinguir la vida entera.
A la fuerza el coronavirus nos plantea cuestiones tan básicas para la vida que hoy no cuentan para nada: la importancia de cultivar relaciones armoniosas, la protección a nuestros seres queridos y especialmente a los más vulnerables. La salud no tiene precio. El comercio es bueno en cuanto complementa la satisfacción de las necesidades humanas pero no puede regir todo resquicio social y biológico, pues el efecto es devastador. Las evidencias sobran.
La vida debe recuperar su sentido de gratuidad natural como lo fue siempre. El agua, el aire, los bienes del bosque, el sol no son de nadie. Están ahí para ser aprovechados según las necesidades humanas.
Si después de todo no reaccionamos, todo volverá a la normalidad fúnebre vestida de fiesta y soportada con grandes dosis de algarabía psicotrópica.
Que más tiene que pasar para darnos cuenta que esa idea inoculada de la búsqueda del “Eldorado” ha caducado como búsqueda de bienestar. El primer mundo fue una ilusión. Fue tan corta. Tan absurda. Tan contradictoria como salvaje. Nada que ver con la búsqueda al interior de la Amazonía de la “Tierra sin Mal” de los ancestros tupí guaraní, el “tuyuka Ipitsatsu”.
Pese a siglos de racismo y desplazamiento, pese a que la cultura se ha movido, las sabidurías originarias resisten, y encierran grandes tesoros espirituales, el mapa de la sensatez, de la sencillez y la cordura. No puede haber jerarquías entre humanos. Todos somos iguales. Lo tenemos en la vena cultural, lo que el racionalismo griego imaginó para los suyos aunque no para sus esclavos. La modernidad occidental se erigió sobre el desprecio de las demás culturas del orbe.
Por ello debemos ir más allá, dar vida a la nueva era post civilizatoria, la de la verdadera interculturalidad, la de la relación armoniosa con la naturaleza, la de la era de la fraternidad universal.
Tiene que ser posible aunque no sea fácil. Las utopías religiosas y las ideológicas lo han esbozado. Quizás ver las cosas desde la periferia amazónica nos pone más cerca de ese límite del abandono de la matriz predominante. Múltiples renacimientos deben irrumpirse de este caos en todas partes. Después de todo, que ese diminuto ser vivo que no tuvo otro camino que treparnos para sobrevivir acabándonos, nos impulse para encontrar la lucidez que a todos ponga de nuevo en la tarea de la reedificación de nuestros paraísos. Por suerte para nosotros nuestra tierra prometida siempre estuvo aquí.