A cada quien su virus

La Pregunta por la Vida y el Porvenir de una Democracia Viral

[RESUMO] La pandemia del COVID19 ha venido a extremar una crisis sistémica del mundo globalizado en la que se conjugan las sinergias de una crisis al mismo tiempo ecológica y económica, ontológica y existencial, en una crisis civilizatoria de la humanidad. El coronavirus es el emisario de un mensaje crítico para la humanidad: del punto límite en el que se ha exacerbado la inercia de un proceso de racionalización de la vida que ha puesto en riesgo la vida en el planeta. Este artículo busca desentrañar los desafíos que plantea esta crisis a una bioética en una democracia viral. Desde la pregunta por la vida plantea principios para orientar la transición del proceso civilizatorio hacia la sustentabilidad de la vida: para aprender a vivir dentro de las condiciones de la vida.

Historia de una Ceguera Colectiva

Amanecimos al 2020, un año signado por premoniciones de tiempos aciagos. Por los altavoces de los organismos internacionales, desde las alteza soberana de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático, el Acuerdo de París y del Panel Internacional sobre Cambio Climático, del G-8 y el G-20, escuchamos la advertencia a la humanidad de que le quedaba tan sólo una década para responder al desafío del cambio climático. Corre el tiempo hacia un futuro incierto. El tiempo está contado; todos contamos, pero no de la misma manera. Desde el poder de la ciencia se miden las emisiones de gases de efecto invernadero que han excedido las 420 partes por millón de CO2; medimos la temperatura de nuestro planeta enfermo sabiendo que al rebasarse la elevación de más de 1.5 grados las consecuencias serían fatales para el equilibrio ecológico y la sustentabilidad de la vida. En los escritorios de los bancos se contabilizaban los bonos de carbono guiados por el paradigma de la “economía verde”, para establecer la distribución de las ganancias económicas y los costos ecológicos del cambio climático a escala planetaria. Entretanto, las agencias internacionales continúan su conteo de los billones de habitantes que incrementan la población del planeta y los índices del decrecimiento del PIB, en una precipitación de sus cuentas en un presente saturado de vacío, en el cual ha quedado descontado el futuro. La crisis sistémica le ha asentado su más contundente knockout a la vida.

ás alejados de la cotidianeidad de la existencia humana, los astrónomos continúan contando los años luz en las distancias planetarias y galácticas; los geólogos y biólogos miden y periodizan en eones las épocas de las transformaciones ecológicas del planeta; los políticos periodizan los momentos históricos recientes de los cuales creen ser protagonistas; los sociólogos miden en índices de pobreza y de inequidad y desigualdad social. Mientras la ciudadanía global ha salido a las calles a reclamar justicia climática, y los Pueblos de la Tierra la dignidad de la vida, los ecomarxistas añoran su protagonismo de antaño reviviendo el mot d’ordre de la revolución socialista en los debates del mundo actual: barbarie o revolución. Las convocatorias a debatir la crisis sistémica de la humanidad se han teñido de tonos apocalípticos y signos letales. La muerte sin fin revive el fin de la historia. El colapso ecológico, la catástrofe climática, los conflictos socio-ambientales y la debacle civilizatoria ocupan los espectaculares del debate político ante la posible extinción de la raza humana. Todo anuncia la hora del Juicio Final, antes que la Justicia Social en esta devastada Tierra.

Hoy el mundo atraviesa por la mayor crisis sistémica de la historia. Es la conjunción sinérgica de todas las crisis: económica y financiera; ecológica, ambiental, climática y epidemiológica; ontológica, moral y existencial. Su alcance es mundial, global, planetario; personal y colectivo. La crisis civilizatoria de la humanidad expresa de manera virulenta su olvido de la vida. El Covid-19, que infecta los cuerpos humanos, afecta profundamente al sistema económico que gobierna al mundo. El régimen del capital que ha desencadenado la degradación entrópica, el cambio climático y el calentamiento global del planeta, se ha venido asociando de maneras enigmáticas pero cada vez más evidentes, con la “liberación”, mutación y transmisión de los virus al invadir y trastocar el comportamiento de los ecosistemas, alterando la resiliencia, el metabolismo y el “sistema inmunológico” propio de la biosfera. Estamos transitando de la comprensión de la acumulación destructiva y sojuzgadora del capital a un neoliberalismo y un progresismo que han liberado a un ejército invisible de agentes patógenos que atentan contra la vida humana.

Los organismos internacionales nos dan una década para salvar al Planeta. Pero, ¿cuánto son 10 años en la existencia humana como tiempo límite para deconstruir la historia de la humanidad; al menos de los últimos 2500 años, si nos remontamos tan sólo al “primer comienzo” de la historia de la metafísica, al encadenamiento del Logos que ha destinado los cursos de la vida en la Tierra, que ha configurado la racionalidad de la modernidad que gobierna el mundo y que ha desencadenado la crisis climática y su re-mate más actual: la pandemia del Covid-19 que ha venido a extremar la confrontación entre la vida del capital y la preservación de la evolución creativa de la vida.

Si 20 años no es nada, como dice el tango, 10 años serían menos que nada. ¡A vivir la vida, que ya habrá de recomponerse el planeta!, gritaron al unísono los seres humanos, siempre ávidos de vida. La crisis ha venido a activar el libertinaje del goce como imperativo categórico de las pulsiones del inconsciente y de la voluntad de poder sobre la naturaleza, antes que los sentidos solidarios de la vida. Desde las perspectivas de la meditación filosófica, si Teilhard de Chardin había anunciado la emergencia de la noosfera como una inteligencia de la vida, Heidegger nos invitaba a una serena espera de la “revelación del Ser”. Por una o otra vía, habríamos de confiar en la eventual configuración de una “conciencia de especie” que vendría a restablecer el equilibrio ecológico de la vida en el planeta. Si la crisis ambiental fue ocasionada por la racionalidad económica, por la manía de crecimiento del capital, por la voluntad de poder incorporada en la tecnología, habríamos de confiar en el iluminismo de la razón, en el progreso de la ciencia, en la potencia de la tecnología y en la mano invisible del mercado para restaurar el planeta y abrir los horizontes de la evolución de la vida hacia el mejor de los mundos posibles.

apitalistas y socialistas, conservadores y progresistas se enfrentan día a día en el debate público en la arena política; pero se dan la mano, se abrazan y enlazan en esa vertiginosa danza triunfal de la humanidad atrapada, colonizada, dominada por la racionalidad técnica, económica y jurídica que gobierna al mundo globalizado, al tiempo que a sus pies se desfonda el planeta y se gangrena el cuerpo truncado de la vida, alienado de una razón que no alcanza a comprender las condiciones de la vida en el mundo vivo que habitamos.

Amanecimos en el 2020 tratando de entender la manera en que la ley de la entropía, como ley límite de la naturaleza, gobierna los destinos de la vida invadida por la ley férrea del mercado; estas leyes que deciden los destinos de la vida, pero que no están al alcance de la mano, que son invisibles a la mirada del ser humano, aun cuando tenga una visión 20/20. En eso estábamos cuando despertó de su largo sueño el coronavirus Covid-19 y comenzó a invadir los cuerpos humanos. Si a simple vista no alcanzamos a ver al virus de dimensiones sub-microscópicas, la mirada prospectiva de la ciencia, las funciones preventivas de los organismos internacionales y los gobiernos nacionales fueron incapaces de preparar condiciones precautorias, a pesar de que un acontecimiento de esta “naturaleza” fuera previsto por el entonces presidente Bush allá en el 2005, luego de la epidemia del SARS del 2003; y que más recientemente el magnate filántropo Bill Gates tratara de poner en guardia al mundo luego del MERS del 2015. Ante la mirada cegada de la humanidad, un minúsculo organismo pre-celular ha venido a desquiciar al mundo, a poner en jaque-mate a la vida humana!

La visión desde la razón instaurada no solo es miope: su estrabismo nace de su dificultad de distinguir la vida, cuando su mirada está enfocada hacia la economía, cuando tiene en la mira la ganancia como la razón de fuerza mayor de su existencia. La ecuación entre la economía y la vida no la resuelve ecuación o algoritmo alguno. Tampoco los mecanismos ciegos del mercado. Contamos con la vida y cantamos a la vida. Si la pulsión de vida es desmesura, la vida no se deja acotar por medida alguna. Más allá de resolverse las contradicciones entre la economía y la vida como el anverso y reverso de la existencia humana empalmadas en una banda de Moebius, el mundo se ahoga y ahorca en un nudo gordiano del Logos y el Inconsciente; se pierde en los callejones sin salida de los laberintos de la vida en el que se ha extraviado la razón y se ha alienado la vida. El virus ha penetrado el cuerpo humano por los ojos con los que vemos, la nariz por las que respiramos y la boca por la que nos alimentamos hasta ahogar nuestros pulmones. Pero no podemos culpar a la naturaleza por haberle abierto el acceso al virus a la vida humana. Como en el Ensayo sobre la Ceguera de Saramago, la mejor metáfora de la historia de las pandemias que amenazan la vida, Covid-19 declara que la naturaleza no es culpable. Habrá que cuestionar a la psique humana por su ceguera de la vida.

En la historia reciente de las epidemias y pandemias, la reacción de la humanidad ha sido detener su expansión, generando anticuerpos o inventando una vacuna para inmunizar a la población y resolver así la inmediatez de la crisis sanitaria. Pero nos hemos preguntado, ¿Qué es un virus?; ¿Cómo es que siendo parte de la evolución de la vida se convierte en un agente mortífero que ataca y destruye la vida humana? ¿Cuál es su función en la evolución de la vida? ¿Qué agencia –de la propia naturaleza o de la intervención humana– activa su diseminación y sus efectos patógenos?

Estudios recientes como el libro de Rob Wallace “Big farms make big flu”, nos acercan a comprender la manera como el gran capital asociado a los grandes ranchos de aves y ganado, y el proceso generalizado del agro-negocio de los monocultivos, al erosionar la biodiversidad y someter a un stress ecológico a la biosfera, ha sido un factor determinante de la “liberación”, mutación y transmisión de los virus hacia los otros organismos vivos y hacia los cuerpos humanos. Empero, resulta sorprendente que a estas alturas del desarrollo de la ciencia, de la manipulación tecnológica de la constitución genética de los organismos vivos, desconozcamos el origen mismo de los virus. Los expertos se debaten aun en saber si son anteriores a la célula; si se originaron de manera regresiva de organismos más complejos que perdieron información genética, o a partir de piezas movibles dentro del genoma de una célula para entrar en otra; o si evolucionaron con sus huéspedes celulares. Lo que se sabe de cierto es que habitan la biosfera desde los primeras etapas de la evolución de la vida parasitando diferentes organismos celulares. Pero ya que los virus no dejan huellas fósiles, no sabemos si todos los virus conocidos por la ciencia moderna tienen un solo y mismo ancestro; si todos los virus que yacen adormecidos en la biosfera han estado allí desde el origen de la vida; si han evolucionado o se han generado y diversificado con el proceso evolutivo mismo:

Hasta el día de hoy, no existe una clara explicación sobre los orígenes de los virus. Los virus pueden haber surgido de elementos genéticos móviles que adquirieron la habilidad de moverse entre las células. Pueden ser descendientes de organismos vivos previos que adaptaron una estrategia de replicación parasitaria. Quizá los virus existían desde antes, y llevaron a la evolución de la vida celular Wessner, D. R., 2010, “The Origins of Viruses”, Nature Education 3(9):37.

La Dra. Ananya Mandal afirma que, “De los estudios sobre la evolución se desprende que no haya un solo origen de los virus como organismos. En consecuencia, no puede haber un simple ‘árbol familiar’ para los virus. Su único rasgo común es su rol como un parásito que necesita un huésped para propagarse […] La mayoría de los virus de las plantas terrestres probablemente evolucionaron de las algas verdes que emergieron hace más de 1000 millones de años”. Si bien sabemos que pueden crearse en el laboratorio y son la materia prima de las vacunas antivirales, no sabemos la manera en que los procesos de intervención humana sobre el metabolismo de la biosfera y la evolución de la vida han afectado la “producción”, evolución, diversificación y mutación de los virus que hoy habitan el planeta, refugiados en una multiplicidad de organismos celulares huéspedes, a través de los cuales se han propagado hacia el cuerpo humano.

l Covid-19 ha sorprendido a la humanidad al ser un “nuevo agente patógeno desconocido”; no sabemos cuánto tiempo estuvo ya antes habitando en la biosfera sin haber sacado las garras para atacar a sus víctimas. Habiéndose convertido en la mayor amenaza para la vida humana y la estabilidad planetaria, lo menos que podría hacer la humanidad es empezar a hacerse las preguntas esenciales y fundamentales, como prueba de su capacidad de supervivencia ante la virulencia de los agentes mortales que ha puesto en movimiento su intervención en el metabolismo de la vida.

Escribo en días del Pesaj judío, la fiesta de celebración de la liberación del pueblo judío esclavizado por el faraón egipcio. Historia real en que las 10 plagas jugaron un fundamental como agentes de la voluntad divina. Celebración de libertad pero también del valor fundamental de saber preguntar como estrategia de supervivencia de la humanidad. Hoy el Covid-19 se ha convertido en un protagonista emblemático de los tiempos que corren: no como emisario de los dioses, sino de la agencia humana en la historia. Algunos opinadores se han adelantado a preconizar la presencia del coronavirus como un agente producido en un laboratorio en la ciudad de Wuhan concebido por los propósitos maquiavélicos del gobierno de China para dominar al mundo. Otros lo ven como el emergente más eficaz capaz de derrumbar al capital, portador de la revolución social y de un cambio civilizatorio.

Si no parece acertada la especulación del Covid-19 como resultado de una falla, un error de cálculo o una estrategia deliberada dentro de la geopolítica del poder mundial, menos atinado sería celebrar la pandemia como el triunfo del coronavirus en representación de la naturaleza capaz de liberarnos del dominio del capital. La naturaleza había sido por siempre la agencia que gobernaba los cursos de la vida en la biosfera, como lo afirmó Vernadsky hace un siglo, en plena era del Antropoceno… hasta que el capital llegó a desplazarla para constituirse en el régimen ontológico dominante que gobierna al mundo y los destinos de la vida del planeta en la era del Capitaloceno. La deconstrucción de la racionalidad que domina al mundo y degrada la vida no será obra del coronavirus. Vencer al Covid-19 a través de una vacuna, de la eficacia de las medidas sanitarias adoptadas por los gobiernos, o de la resiliencia del cuerpo humano para inmunizarse, luego del número de víctimas que habrá de cobrando la pandemia, tampoco habrá de salvarnos de acontecimientos futuros desencadenados por la expansión del capital sobre la biosfera, de una racionalidad tanática que no alcanza a avizorar la construcción de un futuro sustentable, abriendo el horizonte de la vida a un mundo con seguridad epidemiológica y ambiental. El Covid-19 reaviva la pregunta por la vida y por las condiciones de la vida.

 

Coronavirus: la intervención del capital en el metabolismo de la vida

lo largo de la historia, la humanidad se ha preguntado por los designios de los dioses y las leyes de la naturaleza que destinan la vida a la muerte. La fatalidad del oráculo y la seducción de los demonios, la entropía como ley que rige la desorganización ineluctable de la materia y la vida, la pulsión de muerte que emana del inconsciente humano, y el nihilismo de la razón como destino último de la historia de la metafísica se han expresan en el Holocausto, en la devastación ecológica del planeta, en los genocidios y la crisis moral que amenazan la seguridad y el sentido de la vida. Estos acontecimientos históricos revelan la parte oscura y perversa de la naturaleza humana. El saber de la vida ha sido rehén de la voluntad de dominio del hombre sobre la naturaleza.

La fiesta de Pesaj que conmemora la liberación del pueblo judío, es una celebración ritual: la del acto de preguntar: es el hijo más pequeño quien hace las cuatro preguntas al padre o el abuelo que oficia la ceremonia. La primera pregunta, “porqué esta noche es diferente a cualquier otra noche?” es para no olvidar el principio de la libertad como fundamento esencial de la vida humana. Pero no es sólo para que las nuevas generaciones no olvidaran ese acontecimiento histórico, fundacional de la idiosincrasia del pueblo judío, sino porque preguntar es el acto fundamental de emancipación de la ignorancia y el desconocimiento. A pesar de las crisis epidemiológicas que ha sufrido la humanidad, el origen, evolución y metabolismo de los virus en la dinámica histórica de la biosfera, sigue siendo desconocida. Los virus que han sido una amenaza para la vida humana, animal y vegetal, están allí parasitando a sus células huéspedes, mutando y co-evolucionando desde el origen mismo de la vida. Yacen allí ocultos en la trama de la vida hasta que un evento externo trastoca su estabilidad parasitaria y los libera a la biosfera, desatando su búsqueda de nuevos huéspedes –plantas, animales o humanos–, causando las epidemias y pandemias que han infestado cultivos; infectando organismos; azotando y diezmando a la humanidad a lo largo de la historia.

Hoy, ante la crisis del Covid-19, al lavarnos las manos, al colocarnos el tapabocas o barbijo, al practicar el aislamiento social, no sólo tenemos que preguntarnos si estas prácticas y las estrategias de contención y atención instrumentadas por los gobiernos habrán de cuidarnos ante la amenaza del virus, sino si es posible volver a una “normalidad” de la vida anterior a la pandemia; o si debemos pensar otro mundo después del Covid-19. No sólo es necesario preguntarnos si este virus es diferente a los anteriores –para comprender sus vías de contagio, su sintomatología, su agresividad a nuestro sistema inmunológico, su capacidad de resistencia, supervivencia y recontagio, incluso una vez que contemos con una vacuna y que los cuerpos sobrevivientes hayan generado anticuerpos– sino para pensar cómo construir un mundo diferente al mundo anteriores que propició el acontecimiento del Covid-19: la emergencia, diseminación, transmisión, patogenecidad y letalidad del virus.

Hoy la inteligencia humana no sólo debe estar dispuesta para idear una estrategia eficaz para aplanar la curva epidemiológica, de manera que los infectados no saturen las capacidades del sistema médico y hospitalario; no sólo para atreverse a dar el paso hacia la heterodoxia del neoliberalismo económico, para adoptar un New Deal, un keynesianismo antiviral capaz de recuperar la economía como en la posguerra, para invertir y hacer rentable una industria de la prevención y atención de los virus que vendrán, como lo piensa un Bill Gates. Se trata de comprender esta pandemia en su articulación con todas las otras crisis asociadas, que podemos categorizar como una crisis civilizatoria: como la crisis ambiental, de la insustentabilidad de la vida humana y no humana ante el imperio de la razón tecno-económica, del régimen ontológico del capital. Si en tiempos recientes fracasó la iniciativa del gobierno y la sociedad ecuatoriana de “dejar el petróleo bajo tierra”, como una estrategia ante el cambio climático generado por el uso de los hidrocarburos como la fuente fundamental de energía que moviliza la acumulación devastadora del capital sobre el planeta, hoy debemos pensar una estrategia para que los virus se mantengan en sus refugios celulares en el metabolismo mismo de la biosfera.

Esta crisis viral habrá de llevarnos a investigar las interconexiones con la crisis sistémica por la que atraviesa la humanidad. Hoy, investigadores del Virginia Tech especulan en un nuevo estudio publicado en el último número de la revista Nature Communications que si bien los virus no tienen procesos metabólicos propios, sus genes poseen algunas porciones que les ayudan a hacer sus propias herramientas para su metabolismo. Por otra parte se adelantan hipótesis de que la contaminación del aire está asociada con más muertes en la actual pandemia del COovid-19. Un estudio reciente del Departamento de Bioestadística de la T.H. Chan School of Public Health de Harvard, concluye que el incremento de una unidad en los niveles de polución de partículas en el aire podría incrementar el riesgo de muerte en 15% y que si el aire hubiera estado más limpio antes de la pandemia, hubiera salvado muchas vidas”. Si bien puede haber una buena dosis de especulación en estas investigaciones, y no sabemos el grado y los modos concretos en los que el stress ecológico causado por las presiones extractivas del capital están provocando la mutación y la transmisión del virus hacia el contagio patógeno de humanos, y su mayor o menor difusión y transmisibilidad en un aire contaminado, la crisis sistémica llama a generar programas interdisciplinarios de investigación que establezcan la multicausalidad e interrelaciones entre el proceso tecnoeconómico, el metabolismo de la biosfera y los comportamientos humanos en diversos contextos culturales, en el marco de una ontología y epistemología de la complejidad ambiental.

Bob Wallace nos ha entregado quizá la mejor reseña reciente de la asociación de las epidemias y pandemias recientes con el stress ecológico ocasionado por agro-negocio. Hemos visto surgir cada vez con más frecuencia toda una cadena virus de diferentes tipos de influenza codificados como series de HxNx, y sus manifestaciones zoonóticas – SARS (Severe Acute Respiratory Syndrome); MERS (Middle East Respiratory Syndrome) – de transmisión de animales a seres humanos. La vacunación anual contra la influenza se ha convertido en un ritual invernal. Sin embargo las vacunas no anteceden a la emergencia de los virus, y como tal no es una solución anticipada a los efectos que pueda tener su “liberación” hacia la biosfera. Lo que lleva a preguntarnos: ¿Cómo habrán de combinarse los futuros acontecimientos climáticos – cambios en la temperatura ambiente, incendios, ciclones, huracanes, tsunamis – en la dispersión y transmisión de estos agentes patógenos?, no lo sabemos. En un artículo reciente, Rob Wallace sostiene que la solución es “un ecosocialismo que mitigue la brecha metabólica entre la ecología y la economía, entre lo urbano, lo rural y lo silvestre. Evitando de esta manera que surjan peores de patógenos de este tipo”. En tanto, John Bellamy Foster se apresta a declarar el fracaso del sistema capitalista y a hacer un llamado a “luchar por construir un nuevo mundo más sostenible e igualitario, apoyándose en los medios materiales que dispone y en lo nuevo y creativo que podemos aportar en un orden más colectivo […] Será necesaria una ruptura revolucionaria no sólo con el capitalismo en sentido estricto, sino también con toda la estructura del imperialismo, que es el campo en el que opera la acumulación hoy en día. La sociedad tendrá que ser reconstituida sobre una base radicalmente nueva”. Enarbolando la bandera de la internacional socialista, declara: “la ruina o la revolución”. Con la mira puesta en las estructuras del poder político se debate el futuro planetario en torno a cuatro sistemas de gobierno: regímenes autoritarios, populistas, democracias capitalistas y social-democracias. La comprensión de los modos de existencia acordes con las condiciones de la vida queda así en suspenso. Si bien la fractura metabólica que ha ocasionado el capital en la biosfera ha generado un creciente interés por conocer los procesos evolutivos genómicos del enorme repertorio de virus hospedado en las células de los organismos vivos, su diversidad y su rol en la dinámica ecológica son aún poco conocidos. La ruptura revolucionaria con el orden establecido requerirá pensar en una racionalidad productiva armónica con el metabolismo de la vida.

i vivimos un verdadero estado de excepción, éste remite al “excepcionalismo” conceptual desde el cual las ciencias sociales han concebido a la humanidad y la vida social por encima de la naturaleza. La “normalización” del estado excepcional por el que atravesamos no deberá llevarnos a normalizar las ciencias que han invisibilizado la ocurrencia de acontecimientos como el Covid-19 y que conducen a justificar la intervención del Estado de Excepción, del poder del soberano impuesto por un Trump, Johnson, Bolsonaro o Bukele para dictar las nuevas reglas de convivencia de la humanidad con la naturaleza como si la prevención antiviral se tratara de una batalla contra el crimen organizado o el narcoterrorismo.

La crisis epidemiológica ha provocado ya una recesión económica de alcances aún incalculables, generando diversas reacciones del sistema económico global y de los gobiernos nacionales. La Conferencia de las Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo (UNCTAD) ha propuesto un “Global Green New Deal”, que incluye el rescate de la fuerza laboral y la valorización del teletrabajo para restablecer las relaciones comerciales y la acumulación progresiva de capital; promueve asimismo un nuevo “Plan Marshall” para asignar 2,5 billones de dólares de ayuda a los países emergentes, condonando sus deudas, con un plan habitacional, servicios de salud y programas sociales. Desde la ecología política latinoamericana el discurso de un “Green New Deal” propone un nuevo pacto social con la naturaleza y una apuesta hacia una transición socio-ecológica, por encima de las reglas del dinero y la ganancia y de un programa asistencial hacia la población más vulnerable. Diversos gobiernos implementan programas atenuantes a través de la dilación del pago de impuestos o sistemas de créditos blandos a la pequeña y mediana industria. El papa Francisco ha propuesto poner en marcha un “salario universal” que dignifique el derecho a la vida de todos los trabajadores, “que permita una conversión humanista y ecológica que termine con la idolatría del dinero y ponga la dignidad y la vida en el centro… con pudor, dignidad, compromiso, esfuerzo y solidaridad.”

Pero no son solamente los adultos mayores y los ancianos, los pobres y los indigentes, los propietarios de las pequeñas y medianas industrias a las que va dirigidas las acciones de rescate económico para asegurar el empleo, y por esa vía, las condiciones de la recuperación económica a través de la demanda efectiva de los consumidores; de aquellos agentes sociales que ayudarían a detener el colapso económico en tanto se aplana la curva epidemiológica y se logra contener al coronavirus, al menos disolver su virulencia y sus efectos letales; ponerlo en arresto dentro de sus condiciones de estabilidad ecológica y de resistencia inmunológica en el cuerpo humano, en tanto se dispone de una vacuna para erradicarlo.

En esta reacción de las instituciones internacionales, los gobiernos nacionales y sus políticas de emergencia ante la invasión del Covid-19, los olvidados son, hoy como siempre, los condenados de la tierra, los pueblos indígenas que viven sin atención médica y alejados de los insuficientes sistemas nacionales de salud. La chispa ya está prendida por aquellos que retornan a sus comunidades luego que se les han cerrado sus puestos de trabajo en la industria turística y de servicios, o aquéllos que lograron emigrar, incluso en tiempos recientes, desafiando los muros fronterizos. Pero también aquellos que han comenzado a contagiarse por el contacto con misioneros y garimpeiros, emisarios de los intereses más funestos que ven en la transmisión del virus a las poblaciones indígenas más remotas e indefensas, la estrategia perfecta para diezmar su capacidad de resistencia y protección de sus ecosistemas, dejando libre el acceso a la capitalización de sus territorios de vida. La falta de atención a las poblaciones indígenas puede llegar a convertirse en el mayor riesgo de un genocidio de proporciones incalculables en manos del coronavirus en los días por venir. Esa sería la mayor tragedia, pues a diferencia de la clase trabajadora que es indispensable para el sostenimiento y recuperación de la economía – la que habrá de volver al mundo del business as usual –, los Pueblos de la Tierra son quienes por sus habitus, sus prácticas de sus modos ancestrales de vida, tienen la capacidad para recomponer las fracturadas y diezmadas relaciones con la naturaleza, de convivencia con los demás seres vivos del planeta, incluso de los virus que son parte de ella.

 

La Pregunta por la Vida: el oráculo, el silogismo, el logos, el juicio

a excepcionalidad de la crisis sistémica que ha desatado el Covid-19 en ente momento de la historia interpela a la humanidad a responder desde su apego, su sensibilidad y capacidad de comprensión de las condiciones de la vida. El virus es portador de la pregunta por la vida. No podremos responder a ella sin una reflexión sobre las causas ontológicas, metafísicas y epistemológicas de la crisis ambiental; sin una meditación profunda sobre nuestra condición existencial. Hasta ahora, las ecosofías que han buscado restablecer la conexión esencial de la humanidad con la naturaleza, se contentaron con imaginar la emergencia de una conciencia ecológica desde la generatividad de la Physis en el orden de la noosfera; la meditación heideggeriana lo condujo a la insondable pregunta sobre la “Verdad del Ser”. Allí ha quedado suspendida la esperanza de restablecer las condiciones de vida en un mundo que se ha vuelto insustentable. Heidegger postuló en “Ser y tiempo” el “ser hacia la muerte” del Dasein como la condición esencial de la naturaleza humana; como el principio existencial de su ontología fundamental. La experiencia de la muerte del ser humano en la “facticidad de la vida” debiera ser razón suficiente para asentar su verdad ontológica. Sin embargo, para que esa experiencia pudiera manifestarse en un estado de conciencia generalizada y unificada, y como una condición existencial de la humanidad, fue necesario que ésta compartiera la experiencia de una amenaza actual o de un destino común en igualdad de condiciones, como cuando la invasión de la Plaga de Atenas (enviada por los dioses) convirtió el simbolismo del silogismo aristotélico sobre la mortalidad de todos los hombres en la auto-conciencia de la sociedad de la Antigua Grecia a través de una experiencia vivida, transformando el axioma lógico del silogismo en la producción de un sentido común en el imaginario social. Sólo una vez que el virus de la Plaga de Atenas se propagó en la sociedad en su conjunto, y ésta sintió la amenaza de la muerte real, la forma simbólica de la premisa de Aristóteles “todos los hombres son mortales” produjo un sentido generalizado de la condición de la vida que anidó en la conciencia de los antiguos griegos, configurando un imaginario social, convirtiéndose en una condición de la vida de todos y cada uno de los hombres de la Antigua Grecia.

Pero aun así, la transmisión del orden simbólico al imaginario colectivo – de la vivencia a la conciencia –, a través de la agencia del virus, no es inmediata y directa. La inmunidad hacia los agentes patógenos que habitan en lo Real de la Vida implica, si no la supresión, al menos la comprensión – y el aprender a vivir con – aquello que se configura en la verdad del Logos – en el orden simbólico – y aquello que yace en lo Real del inconsciente humano, en los “agujeros que constituyen por una parte lo Real y por la otra lo Simbólico” en el pensar de Lacan, “a saber designar como la vida ese agujero de lo Real […] oponiendo instinto de vida a los instintos de muerte. Lo que pone de manifiesto la peste del Siglo IV a.C. tanto como 2450 años después el Covid-19, es el sin-saber de la vida. Lo que habría de llevarnos a interrogar los procesos que operan en el Logos Humano y en el Inconsciente Humano, que han reprimido el saber humano sobre las condiciones de la vida.

Traslademos el hecho histórico y la fábula originaria del Edipo de Sófocles a nuestro tiempo; transmutemos el virus de la tifoidea al Covid-19, metaforicemos el metabolismo del virus para orientar las preguntas que habrán de llevarnos a saber algo más: a saber evitar y a saber prevenir, a aprender a vivir en el riesgo creciente de las crisis virales que provoca el sin-saber y la voluntad de poder que yacen en el fondo del alma humana; pero sobre todo a orientar la construcción de otro mundo posible, conforme con las condiciones de la vida, de la coexistencia pacífica y armónica de las diferentes culturas humanas con los demás seres vivientes con quienes compartimos la vida del planeta; y con nuestros virus. Para ello será preciso confrontar aquello que ha reprimido el saber de la vida. En este sentido reflexionaba Lacan al afirmar:

Es en tanto que algo está reprimido [urverdrängt ] en lo Simbólico, que hay algo a lo cual jamás damos sentido, aunque seamos […] capaces lógicamente de decir “todos los hombres son mortales”, es en tanto que “todos los hombres son mortales”, por el hecho mismo de este “todos”, no tiene propiamente hablando ningún sentido, que es preciso al menos que la peste se propague a Tebas para que ese “todos” se convierta en algo imaginable y no un puro simbólico, que es preciso que cada uno se sienta concernido en particular por la amenaza de la peste, que se revela al mismo tiempo lo que al suponer esto, a saber que si Edipo ha forzado algo, es completamente sin saberlo, es, si puedo decir, que él no ha matado a su padre más que a falta de haber, si me permiten decirlo, a falta de haberse tomado el tiempo de “perorar”. Si se hubiera tomado el tiempo que era necesario –pero, ciertamente, hubiera hecho falta un tiempo que habría sido poco más o menos el tiempo de un análisis, puesto que él mismo, era justamente para eso que estaba en los caminos, a saber que él creía, por un sueño –justamente– que iba a matar a aquél que, bajo el nombre de Pólibo, era perfectamente su verdadero padre – Lacan, Seminario 22 RSI 1974/75, versión crítica de Ricardo Rodríguez Ponce, pp. 9-10).

En la tragedia de Sófocles, Creonte consulta el oráculo de Delfos y descubre que la peste es el castigo de los dioses por el asesinato de Layo, el antiguo rey de Tebas a quien Edipo no llegó a conocer. Hasta que el responsable no expíe sus culpas, la peste seguirá azotando a la ciudad. El Covid-19 no es un castigo divino, sino una respuesta de la naturaleza, cuyo comportamiento debemos desentrañar. El oráculo había predicho que Layo y Yocasta tendrían un hijo que mataría a su padre y se desposaría con su madre. Para evitarlo, se deshicieron del niño. Yocasta se suicida al descubrir la terrible verdad. Edipo, consternado, decide romper sus ojos con los broches del vestido de Yocasta, de modo que cuando muera no pueda mirar a sus padres a los ojos en el Hades. Ciego, le pide a Creonte que lo exilie, y Edipo se condena a vivir para siempre como un extranjero, desprovisto de todo poder, afecto y consideración.

Ante la terrible verdad del Capital que ha violado a la Naturaleza, la humanidad ha preferido arrancarse los ojos para no mirar su incestuosa conducta. Mas ese no debe ser el destino fatal de la humanidad. No debemos arrancarnos los ojos para no ver lo que la voluntad de poder reprime y nos ha impedido ver: la Verdad de la Vida. La verdad de la virulencia viral, latente en lo Real de la Vida ya se anunciaba en sueños premonitorios, en la memoria de pandemias anteriores, en sus rituales recordatorios, en las señales y advertencias de nuevos acontecimientos climáticos, telúricos y epidemiológicos que habrían de ver madurar sus tiempos. El virus anunció metafóricamente su poderío global al convertirse en significante de la capacidad de transmisión electrónica instantánea a escala global. Antes del Covid-19 ya vivíamos de manera cotidiana la amenaza de los virus informáticos que podrían “hackear” a nuestra computadora, prótesis de la razón humana. De la viralización de las informaciones que penetran y colonizan la mente de la humanidad, el virus se ha “viralizado” penetrando el cuerpo de la vida. Hoy se manifiesta el imperativo de “hackear la pandemia” y a “hacer de lo radical un sentido común”.

Las fuerzas que gobiernan el mundo globalizado prefieren ignorarlo, no saber la verdad. Las verdades lógicas –incluyendo las verdades científicas– no aportan toda la verdad de la vida y su relación con las verdades de la existencia humana. Como advirtió Lacan,

Esta existencia es muy importante en sí, porque si tenemos la idea, una idea de algo que viene al lugar de esta especie de producción ingenua que sólo parte de las palabras, a saber eso en lo cual se ha avanzado con Aristóteles, a saber que dictum de omni et nullo, se expresa en alguna parte, eso es lo universal: lo que se dice de todo puede también aplicarse a cualquiera. Es de ahí que se hizo el primer desembrollo lingüístico. Lo grave, es que la continuación ha consistido en demostrar a Aristóteles –lo que no se podía sino después de mucho tiempo– que la universalidad no implicaba la existencia – Lacan, Ibid.:11.

¿De qué manera los virus, como portadores de la muerte, pero también como agentes de la voluntad divina ante los excesos de la humanidad ante la naturaleza y de libertad de un pueblo ante el sojuzgamiento de la tiranía del poder soberano, desde los tiempos ancestrales de la civilización humana, podrían hoy, en la manifestación global y letal del Covid-19, ser, más allá de emisarios de una fatalidad, anunciar los nuevos tiempos por venir? La crisis sistémica llama a re-comprender de la vida, trascendiendo los paradigmas de la razón económica, científica e instrumental. Estos enigmas y dilemas de la vida se manifiestan en la dificultad para establecer un código de justicia epidemiológica y ambiental que no esté ya contaminado por una razón que dicte el juicio y la medida justa del derecho a la vida.

 

Juicio Bioético y Justicia Vital: calculando el derecho y midiendo el valor de la vida

La pandemia del Covid-19 ha sacado a “flor de piel” aquello que la crisis ambiental puso en el tapete del debate público: la confrontación del régimen ontológico del capital – de la racionalidad tecno-económica que gobierna el mundo moderno globalizado – con las condiciones de la vida en el planeta verdeazul. El mundo en el que irrumpe el Covid-19 es un mundo donde la razón calculadora, originada en la primacía del Logos y de lo Uno, configuró la era de la Gestell – como lo designó Heidegger –, del régimen ontológico que ha estructurado la racionalidad del Capital. Este mundo ha enmarcado la vida dentro una razón suprema: un mundo codificado por el cálculo, mesurado por la ratio, dominado por una voluntad de poder que produce la realidad como objetos a ser apropiados por el capital. Se ha erigido así un mundo totalitario que dispone todo lo existente a la planificación sujeta al cálculo objetivo. El mundo así construido configura la subjetividad humana a su modo de producción de existencia y reduce la moral humana a sus designios. La elección racional (rational choice) de los sujetos está ya enmarcado de antemano en los principios a priori de dicha racionalidad. A ella se sujeta el cálculo de riesgo de acontecimientos como la presente crisis epidemiológica, que estando fuera de la capacidad de previsión desde lo sabible de una realidad presente, y de lo vivido en la anterior experiencia humana, se nos presenta como una condición de la vida en la era del riesgo y de la modernización reflexiva.

En este contexto y circunstancias están siendo elaborados unos códigos bioéticos para orientar y normar las decisiones que están y estarán siendo tomadas en respuesta a la crisis multidimensional que ha desencadenado la pandemia – crisis sanitaria y del sistema de salud, crisis económica y financiera, crisis ecológica y ambiental, crisis ontológica y existencial –; crisis en la que el juicio sobre el derecho a la vida toma preeminencia; crisis que presenta el dilema de salvar vidas humanas o salvar a la economía; al capital que ha puesto en riesgo la vida y en jaque a la existencia humana.

ongamos de lado por un momento las consideraciones sobre la manera como la intervención de la dinámica y formas del capital han determinado el stress ecológico que ha provocado el dislocamiento del coronavirus desde sus huéspedes en los que cohabitaba pacíficamente durante milenios o eones de evolución de la vida, hacia su transmisión a la humanidad. Una vez abierta la cadena de mutaciones y su expansión exponencial, no en la biosfera, sino en la especie humana por vías del contagio que ha propiciado el libre comercio y el libre tránsito de seres humanos generando las condiciones de tan democrática distribución geográfica del virus, este ha puesto en evidencia la in-suficiencia e in-eficacia de la infraestructura hospitalaria y del sistema de atención médica de los diferentes países, abriendo un dilema ético sobre el valor y el derecho a la vida. Ya durante las guerras napoleónicas se estableció el método del “triaje” para responder al dilema ético y decidir las prioridades de la atención médica a los soldados heridos y enfermos. En las pandemias anteriores, previas al invento de las vacunas – de la peste negra de la Edad Media a la Gripe Española de 1918 – se dejó a la propia naturaleza la responsabilidad de “resolver” la crisis epidemiológica a través de la creación de anticuerpos de los individuos más resilientes, luego que diezmara a un altísimo porcentaje de la población.

Habremos de admitir que en el mundo actual, dejar que el sistema inmunológico de la humanidad regulara por sí solo la expansión y control del Covid-19 no sería una opción ética, política y humanamente correcta. La pandemia no es un fenómeno estrictamente natural en cuanto a las condiciones de emergencia, sus mutaciones, sus vías de transmisión, expansión y contagio. La humanidad en su era científica e informática no podría serenamente “dejar ser al virus”: dejarlo desplegar sus estrategias letales a expensas de la capacidad de asimilación y respuesta diferenciada del sistema inmunológico de los diferentes grupos culturales, grupos de edad, de sus condiciones sociales y su estado de salud. No sería aceptable que la biología regulara el derecho a la vida. La irrupción de la pandemia ha tomado al mundo sin una vacuna contra el virus y con una capacidad del sistema médico y hospitalario determinada por sus condiciones económicas de operación “normal” – que dentro de sociedades regidas por los principios de la rentabilidad de los servicios médicos implica una escasez de recursos para atender emergencias sanitarias de esta magnitud. Ante la imprevisibilidad de la escala de expansión del contagio y el grado de malignidad del agente patógeno, la estrategia de “aplanamiento de la curva epidemiológica” responde a las limitadas capacidades del sistema sanitario carente de una planificación basada en la previsión, en un “cálculo de riesgo”, para atender a las víctimas del virus: de una crisis epidemiológica anunciada.

La situación real de saturación de los servicios médicos para atender los casos graves del coronavirus ha abierto un nuevo debate sobre la justicia social en el campo de la bioética, sobre el valor y el derecho a la vida. Si ya en el campo de la ecología política habíamos cuestionado la manera como la justicia ambiental trasciende los esquemas que reducen lo justo a las normas y procedimientos al derecho positivo y privado –a la medida de lo justo, como decía Thomas Jefferson–, la crisis de la pandemia nos enfrenta a nuevos desafíos. Ya en el dilema del aplanamiento de la curva epidemiológica y del momento de reabrir actividades económicas se pone en juego una distribución de los costos en vidas de la crisis. La apuesta por salvar a la economía de una debacle que arrastraría a través de la recesión a un número creciente de desempleados y a una situación de penuria colectiva, se antepone un interés de clase antes que un principio de solidaridad humanitaria. Allí se juega el dilema entre la prioridad del capital como condición de la vida, frente al derecho intrínseco de la naturaleza y un derecho fundamental y universal a la vida.

En su forma más pragmática, tales principios éticos han derivado en una medida del derecho a la vida fundado en las capacidades de supervivencia y en una equivalencia de los años vividos y por vivir. Ya por mucho tiempo, las compañías de seguros han ido modulando nuestra comprensión del valor de la vida en términos de un cálculo de riesgo y esperanza de vida. El propósito pragmático es ofrecer una guía de toma de decisiones para que llegado el momento, un médico no deba – y no pueda – tomar libremente la decisión ante el dilema de dejar morir a un “anciano” de 70-90 años o a un joven de 20-40 años. En su forma más esquemática y extrema, la medida práctica autoriza al médico a dejar morir a quien estadísticamente le quedan menos años de vida, o ha ya vivido más etapas de su vida.

Pero ese cálculo debiera llevar a toda reflexión bioética a la pregunta: ¿Cuánto vale la vida de uno y otro? Sabemos que el virus no reconoce clases sociales, pero que los pobres, la clase trabajadora, los indigentes y trabajadores informales, son más susceptibles de contraerlo por la necesidad de salir a la calle y de tomar el transporte público para ganarse el pan de cada día; que los médicos y enfermeras y su personal de apoyo están más expuestos de las fuentes de contagio, que las personas que podemos trabajar en casa. Que los pueblos indígenas, que en principio pudieran estar más alejados de los epicentros urbanos del contagio, son más vulnerables por sus habitus de vida comunitaria y la falta de servicios de salud en sus localidades. De manera que la justicia sanitaria está claramente segmentada en cuanto a las condiciones sociales en que se produce la morbilidad del virus y las posibilidades de ser atendidos por las insuficiencias del sistema de salud.

El discurso actual de la bioética se ha enfocado al dilema de la decisión de a quien dejar morir de entre quienes tienen acceso a un hospital en el momento crítico de distribuir los escasos ventiladores disponibles. Si se tratara de sacrificar vacas o gallinas, pensaría que no hay duda en dejar vivir a las más jóvenes y fértiles. Pero en el caso de vidas humanas, si el derecho a la vida es un derecho universal y en una democracia todos contamos por igual, al menos en principio, ¿el valor de la vida es siempre equivalente? Pensemos en un caso hipotético, y si quieren extremo: Einstein y el hijo del Chapo Guzmán entran a un hospital en el momento que queda un ventilador disponible. A quien dejar morir, a Einstein por viejo, o al narcotraficante delincuente que ha tomado ya por su cuenta quien sabe cuántas vidas? Si en otro caso igualmente hipotético se disputaran el ventilador Gabriel García Márquez y un joven miembro de las FARC, y se abriera un referéndum nacional en el mejor espíritu democrático, ¿La vida de quién ganaría el derecho a la vida? ¿Qué vida dona y ofrece más vida a la vida de los demás? ¿Y si se tratara de elegir entre un Presidente y un ciudadano común, entre un General de División y un soldado raso, entre un empresario, un joven indígena o un albañil, el médico decidiría con el manual de bioética en la mano? Si extendemos el juicio ético al derecho a la vida en un esquema no antropocéntrico, sino en la visión del biocentrismo preconizado por la ecología profunda, ¿quién tiene más derecho a la vida, un ser humano o un virus?

oy, el juicio bioético se inscribe en las estrategias del biopoder del capital, como señalara Michel Foucault, que mira al sujeto en la perspectiva de su “derecho a la muerte” y el poder sobre su vida, de la “administración de los cuerpos y la gestión calculativa de la vida”. Las condiciones económicas de los servicios médicos sobredeterminan las decisiones sobre la vida humana mediante la “inserción controlada de los cuerpos en el aparato de producción y de un ajuste de los fenómenos poblacionales a los procesos económicos”. El biopoder atraviesa la vida política y las decisiones personales. El personal médico y asistencial se juega literalmente la vida para salvar las de los pacientes que llegan a hacerse la prueba del Covid-19 o a atenderse por haberlo contraído. Sabemos que el médico que detectó el virus en Wuhan ha muerto a causa del contagio. Muchos más médicos, enfermeras y ayudantes en el mundo entero están en esa condición. El pasado 20 de abril, el personal de salud del hospital San Rafael de la ciudad de Leticia en la amazonia colombiana, único hospital público de la región, ha renunciado masivamente por falta de los elementos mínimos de protección para prestar atención médica sin el riesgo inmediato de contagio, luego de morir un paciente por el coronavirus. El médico está ante el dilema de cumplir el juramento hipocrático, o salvar su propia vida y la de sus familias.

La pandemia del Covid-19 ha puesto en evidencia la confrontación entre la economía como medio para producir los medios de vida, y el derecho intrínseco a la vida: entre el poder soberano y la nuda vida, en términos de Giorgio Agamben. Recuerdo ahora el cuento que contaba mi padre de un ladronzuelo que asalta a una pareja e interpela al marido: “el dinero o la vida”; y éste le dice a su mujer: “vida, vete con el señor”. Chiste machista, sin duda. Pero ante el virus que nos asalta no podemos disponer de un otro subrogado que tome nuestro lugar ante el asalto del virus. De nada serviría que Abraham sacrificara a Isaac para calmar la ira divina o la revancha de la naturaleza ante la agresión que ha sufrido por la voluntad de poder del hombre, por su mala comprensión del mandato de dominar a la naturaleza y de extenderse por el mundo. El virus encarna el poder soberano. La vida humana ha quedado al desnudo.

La historia ha estado plagada de acontecimientos en los que se han puesto en juego los impulsos del homo sapiens sapiens para intervenir en el conflicto entre la vida y la muerte, y su capacidad para resolverlos, como el mayor dilema ético de la existencia humana. La irrupción del coronavirus Covid-19 es un acontecimiento histórico: no sólo porque pasará a la historia de las mayores catástrofes epidemiológicas, sino porque es un hecho histórico: porque este fenómeno es consecuencia de la crisis civilizatoria por la cual atraviesa la humanidad. Ciertamente esta historia se inició en la era neolítica, hace unos 10-12 mil años, cuando se implantó la agricultura y la selección de especies animales para el consumo humano. Pero tal proceso se ha exacerbado con la intervención del capital sobre el metabolismo de la biosfera. Las pestes que reporta la mitología y la literatura, desde la peste que favoreció el éxodo del Pueblo Judío en el año 1250 a.C., luego de 210 años de esclavitud bajo el sojuzgamiento del faraón Ramsés II, dan cuenta de fenómenos naturales que “liberaron” a los organismos patógenos del metabolismo de la biosfera – como ahora a los virus de sus refugios celulares – y atacaron sin piedad a una humanidad insapiente e indefensa.

Para las culturas primitivas, la peste era el castigo de la divinidad a los pecados cometidos por una persona o una sociedad. Hoy la ciencia calcula que puedan existir alrededor de 320 mil virus, de los que conocemos tan sólo los que han generado las epidemias más recientes, pero que se han vuelto cada vez más frecuentes y violentas, como el SARS y el MERS, la gripe aviar y porcina, el zika y la chiconguña. El stress ecológico causado por la desforestación y la erosión de la biodiversidad, así como la producción industrial de animales, han provocado que los virus salten de sus hábitats naturales en busca de otros huéspedes, desplegando su virulenta y letal acción sobre animales y humanos. No sólo estamos interconectados por la economía global, sino ecológicamente, a través de la compleja trama de la vida.

En estos días se desarrollan las batallas más descarnadas entre el cuidado de la vida y el poder soberano que la domina: salvaguardar la vida limitando las posibilidades de contagio mediante el resguardo en casa y de la “sana distancia” o salvar a la economía, salir a la calle a ganarse el sustento diario, volver al trabajo y rescatar el empleo y el ingreso. Según sus críticos, la OMS esperó demasiado para hacer sonar la alarma del coronavirus, lo que dio el espacio y el tiempo suficientes para que el veloz patógeno cruzara fronteras y continentes y llevara al brote local, nacido de un modesto mercado de Wuhan, a transformarse en una pandemia que trastocó la vida y sembró de muerte cada rincón del planeta. Para algunos científicos, los gobiernos actuaron por pánico y de manera apresurada sin comprender que esta pandemia es como cualquier otra epidemia anterior de influenza, un evento de la naturaleza que había de dejar que ocurriera hasta que los cuerpos humanos se inmunizaran de manera natural. Así, de manera natural, la peste aniquiló a una tercera parte de la población europea en la Edad Media, y perecieron entre 50 y 100 millones de seres humanos por la “epidemia española” en 1918.

Si cada quien tendrá su merecido virus en este mundo, porque “arrieros somos y en el camino de la globalización andamos”, la pandemia tendrá sus consecuencias para la democracia. Si las autodefensas han surgido para defender la vida del acoso del crimen organizado ante la ineficacia del Estado, cuando el virus pone en jaque la vida, no habrá autoridad soberana capaz de dirigir o de contener las acciones que cada comunidad y cada persona tome para cuidar su vida. Ya lo estamos observando en gobernadores y presidentes municipales desacatando órdenes o desobedeciendo políticas estatales. En el sálvense quien pueda, cada quien buscará o no la manera salvaguardar su vida.

El estado de emergencia en el que la pandemia ha puesto al mundo entero no reclama tan sólo los mejores diagnósticos clínicos, las mejores estrategias de contención e inmunización, las mejores políticas de recuperación económica, las mejores capacidades para inventar la vacuna capaz de vencer la ira mortífera del virus y volver a la “normalidad crítica” en la que se encontraba la humanidad al final de la década anterior: al “business as usual”. Pero como lo han expresado las mentes más lúcidas y sensibles: no será posible volver a la “normalidad” que ha desquiciado la vida. La excepcionalidad del acontecimiento denominado Covid-19 reclama lo mejor de la sensibilidad humana para imaginar un cambio profundo en nuestros modos de producir, de existir, de convivir con la naturaleza: para aprender a vivir dentro de las condiciones de la vida.

 

El Next Big One y el Por-venir de la Vida

Este 22 de abril de 2020 se ha cumplido medio siglo de que fuera instaurado formalmente por las Naciones Unidas el Día de la Tierra: La ONU ha proclamado:

El Día Mundial de la Naturaleza y El Día de la Tierra nos recuerda la urgente necesidad de intensificar la lucha contra el crimen contra la fauna, contra el planeta y más aún contra los humanos, ya que tiene amplias repercusiones económicas, medioambientales, de salud y sociales.

Dos años más tarde, en 1972, habría de celebrarse en Estocolmo la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Medio Ambiente Humano. Un estudio de investigadores del MIT impulsado por el Club de Roma se publicaría y difundiría a escala mundial: Los Límites del Crecimiento. Quince años después, se publicaría el Informe Brundtland “Nuestro Futuro Común”, diseminando por todo el mundo el concepto de sustentabilidad. Hemos constatado a través de estas décadas la resistencia que ha opuesto la racionalidad establecida en el mundo moderno hacia el giro civilizatorio que allí se preconizaba para evitar la catástrofe ecológica construyendo un nuevo contrato social con la naturaleza. A través de su convocatoria a la ciudadana, el Día de la Tierra se ha constituido en acto ritual de acción para cambiar los comportamientos humanos y las políticas públicas de los gobiernos. Si en 2017 propició la “Movilización Climática de los Pueblos”, su llamado a la “acción climática” como tema para este 2020, ya no hubo de celebrarse en las calles de las urbes del planeta – como las recientes manifestaciones provocadas por la intervención de la joven Greta Thunberg ante la COP25 de Cambio Climático –, sino de manera virtual en nuestros aparatos receptores mientras nos resguardamos no del clima, sino del coronavirus.

La pandemia anuncia tiempos aciagos. El mundo se ha quedado pasmado ante la amenaza de un minúsculo e invisible virus; pendiente del Next Big One, de la eventualidad de un acontecimiento aún de dimensiones mayores, de un evento incontenible y letal, capaz de poner fin a la especie humana. La ciencia no acierta a hacer pronósticos precisos: nos dice que terremotos de mayor intensidad son previsibles; que los tsunamis causados por el cambio climático son inevitables. Ahora sabemos que otros coronavirus están allí, atrincherados en las células de una multiplicidad de organismos vivos, listos para mutar, para saltar de la planta al animal y del animal al ser humano, en grados de malignidad impredecibles, imposibles de contener con una vacuna de cepas ya existentes contra la influenza.

n fantasma recorre el mundo, la amenaza de una fatalidad causada por la negación de una verdad insoslayable. Esta vez no será la peste por el ocultamiento de la verdad del incesto de Edipo, sino la inconfesable verdad del capital que se ha instaurado como la razón de fuerza mayor de la condición existencial de la humanidad, que ha desviado los cursos de la vida y puesto en jaque a la vida humana.

En efecto, no sabemos con certeza hasta qué punto el progreso de la racionalidad tecno-económica habrá de provocar acontecimientos climáticos, tectónicos y epidemiológicos aún más intensos en el futuro próximo. Sin embargo hay suficientes elementos para imaginar hipótesis pertinentes y preguntas sensatas. Sabemos que existe una conexión directa entre la economía global y el metabolismo de la biosfera. La epidemiología se encarga de saber los vectores y vías de transmisión, del contagio e inmunidad de los virus. Pero sabemos de manera muy incompleta la manera como el capital, en todas sus formas de intervención de la naturaleza se ha convertido en el mayor agente activador de las pandemias. Más allá de las hipótesis de una conspiración viral que hoy inundan las redes sociales y el internet sobre una supuesta estrategia planeada de una guerra viral para dominar el mundo, es razonable comprender que la destrucción de la biodiversidad producida por la agroindustria de monocultivos transgénicos, así como del negocio de los grandes establos de ganado vacuno y porcino y de las grandes granjas de aves, además de los efectos nocivos y mortales de los biocidas empleados, propician el salto de los virus hacia los animales, y mediante el consumo, el comercio, el transporte y el turismo a escala global, su transmisión hacia los humanos. ¿Es demasiado especulativo pensar que la tecnología de “fracking”, además del alto consumo de agua, esté causando mayores fracturas de las capas geológicas que en algún momento provoquen o magnifiquen movimientos telúricos? ¿O que el calentamiento global sea un factor que incida en la “liberación” de los virus de la biosfera y su mayor diseminación y transmisión a través de fenómenos meteorológicos de la atmósfera?

Sabemos que el Covid-19, viajando en avión y en barco, ha llegado a todos los confines del planeta. Su presencia es tan completa como la representación de los delegados de sus países en la Asamblea General de las Naciones Unidas. Hoy, la alerta generalizada está apuntalando la implementación de la Coalición para las Innovaciones en Preparación para Epidemias (CEPI) financiada por Bill Gates. Su objetivo es acelerar el proceso de prueba de vacunas y financiar maneras nuevas y rápidas de desarrollar inmunizaciones por si un nuevo virus llegara a propagarse por el mundo. La pregunta es si esta es la mejor estrategia para contener la letalidad de los próximos acontecimientos epidemiológicos y para responder al cuestionamiento que plantea como síntoma de la crisis civilizatoria de la humanidad. Acerquémonos antes a tratar de comprender cómo han convivido las sociedades tradicionales con sus virus, en su entorno durante milenios de co-evolución con la naturaleza.

Ciertamente, las poblaciones amerindias fueron devastadas por enfermedades contagiosas, especialmente la viruela, llevada a América por los conquistadores y colonizadores europeos. Si no se sabe con certeza el número de nativos americanos muertos por enfermedades traídas desde el extranjero después de la llegada de Colón a América, se ha estimado que fue el 70% de la población indígena. Fue el resultado del Imperialismo ecológico que describe Alfred Cosby. Sin embargo, no tenemos noticia de que estas poblaciones hayan sido diezmadas por epidemias virales anteriormente a la Conquista, que haya sido una de las causas del colapso de la Civilización Maya, o en su caso de los pueblos Mapuche, Guaraní, Quechuas, Aimaras o Amazónidas. Estos Pueblos de la Tierra han aprendido a través de su milenaria experiencia de vida y sus estrategias de supervivencia, a adaptarse a su entorno, a con-vivir con sus virus.

Los Huni Kuin saben bien lo que puede un virus, pues los virus importados en el pasado, como la influenza y la viruela, les causaron más muertes que las guerras que enfrentaron contra ellos en la época de la invasión de sus tierras. Así como las células de los organismos vivos de los ecosistemas portan con ellos desde siempre virus benignos para sus procesos evolutivos, los Pueblos de la Tierra son portadores de saberes milenarios para convivir con los organismos de los ecosistemas que habitan. El saber antropológico de sus mitos y rituales es estratégico y vital para aprender a convivir con la naturaleza. Para esos pueblos, la defensa de sus territorios de vida es la mejor estrategia de contención del nisun y el yuxin, de esos espíritus malignos que entran en acción con la liberación de los virus que viven de manera armónica y estable en la biosfera. Imaginemos lo que podría ocasionar la quema de la Amazonía en cuanto a la liberación de diferentes virus y el genocidio viral que podría ocasionar en las poblaciones amazónicas que han vivido en armonía con sus virus hospedados en las células de su riqueza florística y faunística.

Las políticas más rigurosas de contención del contagio del coronavirus que han impuesto algunos gobiernos han puesto en guardia a la ciudadanía sobre el aprovechamiento que de ello puedan hacer gobiernos autoritarios en sus políticas de control social; nos alertan sobre la posibilidad de activar una estrategia de infección viral dirigida a un programa de “limpieza étnica” con el propósito de eliminar toda resistencia para la apropiación y transformación capitalista de la Amazonía o de cualquier otro de los territorios culturales que hoy se disputa el capital. En estos momentos, en que la infección del coronavirus ha llegado a una población Yanomami, y seguramente a otras poblaciones tradicionales, en que se reportan ya las primeras muertes de indígenas a causa del Covid-19, es preciso dialogar con quienes han sido alienados, despojados y arrancados de la tierra viva, como reclama Ailton Krenak.

La crisis viral global del Covid-19 ha extremado y radicalizado la confrontación ontológica y existencial entre el capital y la vida en este acontecimiento crítico de transformación civilizatoria. Más allá del llamado a una heterodoxia en la estrategia económica – de inversiones extraordinarias en megaproyectos, microcréditos a la pequeña y mediana industria, o incluso el salario básico universal para recuperar el crecimiento y el empleo – y una estrategia epidemiológica para resolver la pandemia y prevenirnos ante los próximos acontecimientos climáticos, telúricos y epidemiológicos, descolonicemos la mente y liberemos la imaginación.

Pensemos un verdadero giro en la transformación civilizatoria de la vida, desde ese punto originario de la historia de la instauración de la diferencia entre lo Real y lo Simbólico: de esa génesis en la que el logos humano, la ratio como medida de todas las cosas, el cogito sum como dominio de la razón, y la racionalidad tecno-económica constitutiva del régimen del capital, desviaron la potencia de la vida hacia los designios del cálculo económico y el poder tecnológico, conduciendo los destinos de la vida hacia la muerte entrópica del planeta. En esta pulsión de muerte de la vida se dan la mano el poder letal de un virus invisible con el poder de la mano invisible del proceso económico que ha enrarecido el metabolismo de la biosfera, interrumpiendo la evolución creativa de la vida; con el poder de la razón que ha enceguecido la comprensión de la vida. El liberalismo económico ha fracturado la trama de la vida, desgranado los organismos vivos, manipulado su estructura genética, y liberado a la atmósfera gérmenes malignos que invaden el cuerpo humano. El poder de la tecnología ha penetrado hasta el corazón mismo de la tierra, liberando los gases tóxicos de efecto invernadero que asfixian la vida del planeta.

Esa historia ha tenido diversas fases de transformación ontológica, desde la configuración del Logos humano que contrajo la diversidad de la Physis; del principio de la ratio sobre la medida de todas las cosas; del cogito sum y el principio razón que dieron fundamento a la racionalidad teórica y científica que configuró el logocentrismo de la ciencia y constituyó el mundo objetivado de la modernidad, que dispuso a la naturaleza para ser apropiada por el capital; de los principios de la racionalidad económica y jurídica que dieron impulso a la “gran transformación” que describiera Karl Polanyi, que instauró el régimen supremo del capital como motor de la historia. A través de esos giros de la razón se han instaurado los fundamentos abismales que han racionalizado una voluntad de dominio de la naturaleza erigidos sobre una falla de comprensión de las condiciones de la vida.

Ciertamente, la historia de la vida se ha periodizado desde diversas perspectivas. La historia geológica del planeta registra diferentes eras, desde su formación en el Hádico, hace 4570 millones de años y el Eoarcáico, hace unos 4000 millones de años, en que aparecen las primeras células (y entre ellas los virus), y la época del Holoceno, en el período Cuaternario de la era del Cenozóico, que marca el final de la Edad del Hielo y el surgimiento de las primeras civilizaciones humanas. La periodización antropológica, que va de la prehistoria que inicia con la aparición del hombre hasta que las configuraciones simbólicas se plasman la piedra; del paleolítico al neolítico y las edades de cobre, bronce y hierro, hasta la historia que nace con la escritura y los primeros estados, dividida entre la Edad Antigua, Media y Moderna. En un arco mayor, la historia humana va del Antropoceno – en que el hombre se fue convirtiendo paulatinamente en el mayor agente transformador de la biosfera – hasta el Capitaloceno, en el que el régimen del capital se ha instaurado en el “motor de la historia”.

La historia más reciente de liberación, fundación y constitución de los estados nacionales en la modernidad ha llevado a criterios político-jurídicos de definición de su periodicidad histórica. De esta manera, el gobierno actual de México proclama ser el de una Cuarta Transformación, tomando como antecedentes los momentos históricos de la Independencia, la Reforma y la Revolución Mexicana. Los propósitos declarados de esta “transformación” son la eliminación de la corrupción, el compromiso primero con los pobres y la eliminación de la desigualdad social. La gran pregunta que abre la crisis ambiental y epidemiológica de la que es portador el Covid-19 cuestiona la manera como los objetivos y propósitos de la “4T” se conjugan o se contraponen con la transformación civilizatoria que anuncian los nuevos tiempos históricos de una convivencia democrática inmersa en la trama de la vida.

Si analizamos las decisiones que reclama una democracia en la perspectiva de un cambio civilizatorio hacia la seguridad de la vida se evidencia el sinsentido de pensar en reactivar la economía y recuperar el empleo mediante programas de financiamiento extraordinario a la industria petrolera y megaproyectos de infraestructura para abrir las vías y estimular el crecimiento económico, el comercio y el turismo – en el caso de México con la refinería de Dos Bocas (ante el imperativo climático de desfosilizar las fuentes energéticas y ante un precio histórico negativo del petróleo), el Corredor Transístmico y el Tren Interoceánico para modernizar el Sureste de México (que serviría de muro ante los inmigrantes centroamericanos) y el Tren Maya (que busca llevar el progreso a las comunidades herederas de la Gran Civilización Maya) –; de una vuelta a la “normalidad” de la vida que vaticina un futuro de inseguridad epidemiológica e insustentabilidad de la existencia humana.

Consideremos alternativamente en orientar los estímulos económicos, científicos y técnicos para apoyar la creatividad de los pueblos, la potencia productiva de sus ecosistemas y la sustentabilidad de sus territorios como fuente principal para asegurar la alimentación y la salud de esos pueblos; para dar sustentabilidad y sentido a sus modos de existencia; para reconectar las relaciones sociales y la diversidad cultural con las potencialidades neguentrópicas y las condiciones de productividad y equilibrio de sus ecosistemas; para construir un mundo global donde no sólo quepan muchos mundos, sino un mundo convivencial, construido desde sus diversos mundos de vida, a través del diálogo de sus saberes, de sus lazos de solidaridad y el respeto a sus diferencias. De un mundo fundado en la dignidad de la vida, en el derecho a crear su futuro en un territorio propio de vida; a forjar su existencia en un principio de autonomía de la vida humana; sujeto a las condiciones ecológicas y termodinámicas de la vida.

Le corresponde a la humanidad hacer prueba de prudencia, no seguir desencadenando los demonios de la tecnología ni liberando la agresividad viral que ha estado presente durante toda la historia para moderar la voluntad de dominio del hombre sobre la Tierra. De no hacerlo, entraremos a la era de una democracia viral: no la del control de la sociedad sobre el uso político de la viralización de las informaciones, del conocimiento y las fake news. Más allá de las estrategias fatales que imaginó Jean Baudrillard, la democracia viral no sólo desconfigurará la lógica del Ser y lo Uno que construyó la humanidad desde Parménides y que ha construido un mundo global bajo la universalización del valor monetario de todo lo existente, llegando a dar cumplimiento a la profecía de Heidegger al caracterizar al ser humano como “ser para la muerte”. Habiendo trastocado la ontología de la vida y descompuesto el cuerpo de los humanos, las vías re-trazadas del crecimiento y del progreso habrán de conducirnos a la tumba con un virus clavado en el corazón.

Queda una esperanza: más allá de una bioética ante un estado de excepción, y como instrumento eutanásico para la sala de emergencia, la pandemia debe servir para generar una reflexión profunda de la humanidad capaz de reconducir la evolución de la vida hacia modos más sustentables de convivencia entre los diversos organismos que habitan la biosfera con quienes compartimos la vida en el planeta. La humanidad está ante la mayor crisis civilizatoria de su historia; ante el dilema de reaprender a habitar el planeta dentro de las condiciones de la vida. Ésta deberá llevarnos a transitar del axioma “todos los hombres son mortales”, que hoy reconfirma el acontecimiento histórico de la pandemia del Covid-19, hacia el giro del silogismo de la afirmación de la vida:

“La naturaleza es vida
El ser humano es un viviente
Soy naturaleza”

 

Una versión del articulo fue publicada en conmemoración a los 50 años del Día de la Tierra en la revista HALAC – Historia Ambiental Lationamericana y Caribeña.

 

Enrique Leff é Doutor em Filosofia e Economia do Desenvolvimento pela Universidade Nacional Autônoma do México (UNAM), é professor titular no Instituto de Investigações Sociais e também na Faculdade de Ciências Políticas e Sociais da UNAM. Leff possuí diversas experiencias no campo da ecologia política e é autor de mais de 20 livros, sendo “O fogo da vida” sua publicação mais recente.

 

Imagem em destque e ex-libres presentes no texto são trabalhos de Fabricio Vinhas, designer da Amazônia Latitude.

 

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