El azote del oro en la Pan-Amazonia

En los últimos años, el crecimiento exponencial que ha registrado la actividad de extracción aurífera en la región Panamazónica (Perú, Brasil, Venezuela, Bolivia, Ecuador, Guyana, Guyana Francesa, Surinam y Colombia), ha multiplicado y diversificado el número de actores vinculados a este negocio, y aumentado las zonas afectadas por los impactos ambientales y sociales de esta actividad. Medidas ineficaces y tardías, y la creciente corrupción de las instituciones involucradas azotan la selva, ya que la versatilidad con la que pueden moverse los agentes que actúan en la ilegalidad o la informalidad supera con mucho la capacidad de reacción de cualquier mecanismo gubernamental. Esta situación determina que a los daños ambientales y sociales causados por este fenómeno se sume el despilfarro de los recursos públicos, el debilitamiento de las instituciones del Estado y la desprotección de los sectores sociales más vulnerables que deben enfrentar a estos poderes fácticos cada vez más indefensos.

Esta expansión tiene entre sus principales móviles en el alza sostenida que ha experimentado el precio del oro en los mercados internacionales. Así, entre el año 2000 y el presente, el precio – aunque oscilante– ha subido desde un promedio de alrededor de $280 a más de $1700 dólares por onza. Por otra parte, se estima que el 45% de la producción global de oro va a parar a los talleres de orfebres principalmente de China, India y otros países de Oriente y Oriente medio, transformándose en joyas que alimentan la opulencia y los usos banales de los nuevos ricos de estas economías emergentes. Otro 45% es fundido en lingotes y monedas que atesoran los agentes del sistema financiero y bancario, dando respaldo a las monedas que se disputan la hegemonía en la economía del sistema mundo capitalista que impone sus designios a todo el orbe. Esto deja apenas un 10% de la producción mundial de oro para su uso en la industria que, por lo demás, recicla buena parte del oro que demanda.

A contracorriente de la acción permisiva o ausente de los Estados, en los últimos años, centros de investigación, organizaciones de la sociedad civil y otros actores con capacidad de incidencia, han contribuido a la comprensión, dimensionamiento, denuncia y diseño de acciones alternativas, generando instrumentos de excepcional utilidad a través de plataformas digitales que permiten, además, una gestión participativa de seguimiento y actualización permanente de la problemática minera en la región.

Entre ellos, destacan la Red Amazónica de Información Socioambiental Georreferenciada (RAISG) e InfoAmazonía que, junto a otras ocho instituciones latinoamericanas, han generado un mapa interactivo en el que se presenta la información disponible sobre las explotaciones mineras (oro, coltán y diamantes), las tecnologías en uso en cada caso, sea en puntos sin definiciones precisas, áreas bien delimitadas, o concesiones legales, ríos, áreas nacionales o departamentales protegidas y territorios indígenas afectados. La información ha sido recopilada a partir de imágenes satelitales, reportes de comunidades indígenas de la zona, informes de organizaciones que monitorean los bosques y noticias publicadas en la prensa.

En este mapa interactivo se puede identificar hoy más de dos mil quinientos sitios en los que tiene lugar la actividad minera, siendo que la inmensa mayoría de los mismos (más de 1800) se encuentran en Venezuela, seguida por Brasil, con más de 400, y Perú con más de 150; existiendo evidencia de afectaciones causadas por la actividad extractiva en cerca de 100 de las más de 600 áreas protegidas existentes en la región y en, al menos, 180 de los más de 6200 territorios indígenas identificados. Estos datos, cuyas dimensiones son suficientes como para apreciar la magnitud de los impactos generados, son, sin embargo, parciales, pues dada la naturaleza ilegal de la actividad en la mayoría de los casos, no es posible contar con una información completa y fidedigna.

Asimismo, la contundencia de las dimensiones cuantitativas del fenómeno, apenas puede restar importancia a la dimensión cualitativa del mismo y su enorme complejidad.

La deforestación por minería ilegal ha disminuido considerablemente desde febrero del 2019, el comienzo de dicha operación. Note la rápida deforestación durante los años 2016-18, seguida de una parada repentina en el 2019. Imagen: MAAP Project.

Como se tiene dicho, la explotación de oro del lecho de los ríos amazónicos se ha tornado en una actividad que suma sus impactos a los de otras actividades del extractivismo ilegal, informal y desregulado o bajo una normativa contradictoria e insuficiente que resulta –en muchos casos– inaplicable, a lo que se suma la situación de corrupción generalizada que afecta a gran parte de los agentes institucionales llamados a hacer prevalecer la legalidad existente.

Se estima que la cuenca amazónica constituye el mayor reservorio de oro aluvional del planeta, por lo que la disponibilidad de este recurso constituye un poderoso atractivo para infinidad de empresas, organizaciones e individuos de toda condición. La explotación de oro ha sido una práctica en diversas subcuencas de la región en cada uno de los países desde hace más de medio siglo.

Ella se ha practicado a diferentes escalas, desde los “barranquilleros” o “garimpeiros” que, armados de elementales palanganas artesanales para “lavar” arena de los lechos, extraen unos pocos gramos al día; pasando por medianas instalaciones semimecanizadas provistas de retroexcavadoras, zarandas seleccionadoras del material grueso y cajas decantadoras para recuperar el oro y separarlo del material más fino, usadas por una enorme cantidad de organizaciones cooperativas de pequeños productores asociados, y que pueden llegar a sacar un promedio de algunos kilos diariamente; hasta las dragas que barren dichos lechos a lo largo de extensiones considerables, extrayendo volúmenes considerables de este metal precioso.

En todos los casos, la habilitación de nuevos puntos y áreas de trabajo extractivo de este recurso con el establecimiento de campamentos, instalaciones y vías de acceso, ha implicado el desmonte de extensiones variables de bosque, particularmente en las riberas de los ríos, privándolas de la cubierta forestal que impide la erosión de sus suelos, con la consiguiente pérdida de ingentes cantidades de áridos y material que es arrastrado a lo largo de la cuenca, generando verdaderas islas desérticas en las que se pierde no sólo la flora nativa sino los hábitats de múltiples especies y las conexiones ecológicas que hacen posible la continuidad de la vida en estos frágiles ecosistemas.

Pero una vez que la explotación arranca, los métodos utilizados por las diversas técnicas implican la utilización masiva de mercurio para amalgamar el oro recuperado y separarlo de sus impurezas, metal que posteriormente es liberado en grandes cantidades a las mismas cuencas, diseminándose su letal efecto tóxico que afecta a la fauna ictícola y, de ahí, a toda la cadena trófica asociada a su aprovechamiento, en especial a la población indígena que tiene en ella una de sus principales fuentes proteicas.

Venezuela, Brasil, Colombia, Perú y Bolivia: Emergencia Panamazónica

En el caso de Venezuela, la actividad aurífera que se ha extendido a partir de la iniciada en el Parque Nacional Yapacana desde 1980 hizo evidente su ilegalidad y dimensiones a partir de la alianza de los mineros locales con disidentes de las guerrillas colombianas que hoy controlan la práctica totalidad de estas explotaciones, utilizando barcas y dragas colombianas y chinas, cuya presencia en el lugar sería inexplicable sin la cooperación o la permisiva facilitación de las propias autoridades venezolanas. Una de las regiones de mayor impacto es la frontera entre Venezuela y Brasil, territorio histórico del pueblo Yanomami, donde análisis recientes demuestran que más del 90% de sus miembros registran concentraciones de mercurio muy por encima de los niveles permitidos por la Organización Mundial de la Salud (OMS).

Imágenes de la minería ilegal en el Parque Nacional Canaima, en Venezuela. Foto: Charles Brewer Carias.

Por su parte, en Brasil, aunque la actividad minera se concentra en diversos puntos como la cuenca del río Tapajós y en la región noroccidental del Estado de Pará que ha tenido una rápida transformación en los sectores de los ríos Novo, Branco y Jamanxim, donde se ha instalado un campamento minero de 6.5 kilómetros de extensión, se trata de un fenómeno mucho más ampliamente diseminado.

A partir de la instalación del gobierno del presidente Bolsonaro, las restricciones tanto de carácter ambiental como las provenientes de la aplicación del Convenio 169 de la OIT, han entrado en una preocupante situación de inseguridad, puesto que la administración pretende disminuir hasta hacer irrelevantes dichas restricciones, alentando las actividades extractivas tanto en áreas protegidas como en comunidades y territorios indígenas. El derecho a la consulta previa, libre e informada ha sido vulnerado en innumerables oportunidades, alegando que ésta no tiene efecto vinculante, mientras la COIAB –a pesar de los asesinatos de líderes y lideresas indígenas opuestos a la explotación minera en sus territorios– ha explicitado su negativa rotunda a la ampliación de las actividades extractivas en tierras indígenas, aún en los casos en los que, por diversas razones, las comunidades locales parecen haber sucumbido a las presiones de los mineros expresando su disposición a vincularse con este negocio.

En Colombia, la extracción ilegal de oro y coltán de la región amazónica se desarrolla en las cuencas de los ríos Putumayo, Caquetá, Apaporis, Guainía e Inírida, entre otros. Esta actividad afecta áreas de manejo especial (territorios indígenas, parques nacionales, sitios Ramsar, reservas forestales y zonas fronterizas). Según los cálculos para 2018 del Ministerio de Defensa, en solo tres años, Colombia pasó de tener 78.939 hectáreas –un área equivalente a dos veces el tamaño de Medellín– de ecosistemas arrasados por la minería de oro ilegal a 83.620 hectáreas afectadas. En este país, se estima que no más de un 13% de la producción total de oro proviene de concesiones legales, el resto lo hace de un cóctel en el que se mezclan la falta de normas más fuertes y claras, la entrada de guerrillas, bandas criminales y mineros “dragones” brasileños, a un negocio que hoy por hoy es hasta 20 veces más rentable que la coca y la corrupción de policías, militares y gobiernos municipales.

Antes de la firma de los acuerdos de paz, se estimaba que había más de 1800 procesos por daño ambiental entablados contra las FARC. Subyaciendo a estos datos, en Antioquia, departamento del que provienen 27 de las 60 toneladas en las que se estima la producción aurífera del país, los niveles de pobreza promedian el 8%, pero en los municipios en los que se produce la extracción, estos suben al 30%. Entre los pueblos indígenas más afectados por la actividad aurífera en la amazonia colombiana están los pueblos Bora y Miraña, los Tikuna y Cocama en el Apaporis, y los Huitoto, en Araracuara, varios de los cuales registran más de un 80% de envenenamiento por mercurio.

En el caso de Perú, donde la explotación aurífera se concentra en la cuenca del río Madre de Dios, se estima que más de 170 mil hectáreas han sido deforestadas por la actividad minera en menos de tres años, habiendo incursionado dicha actividad en diversas áreas protegidas como el Parque Nacional Tambopata. Según la publicación “La realidad de la minería ilegal en países amazónicos”, de la Sociedad Peruana de Derecho Ambiental, para el 2014 ya había cerca de 600 000 personas dedicadas a esta actividad, presumiéndose que ahora esta cifra ha aumentado exponencialmente debido al alza del precio del mineral.

La fiebre del oro en la región se disparó desde la década de los 80 del siglo pasado, siendo frecuente que mineros furtivos peruanos ingresaran en la cuenca baja del Madre de Dios en territorio boliviano, generando dificultades a las diplomacias de ambos países, situación que hoy se reproduce también en otras regiones como las cuencas de los ríos Ramis y Suches en la cuenca cerrada del Altiplano (lago Titicaca), provocando uno de los problemas de contaminación más serios de esa cuenca. Un estudio hecho por CINCIA en Perú, publicado en el 2018, revela que los niveles de mercurio en peces son 43 % mayores en pozos abandonados por la minería de oro que en áreas donde no existen campamentos mineros.

La situación en el caso de Bolivia es más confusa, dado que, a pesar de que gracias al pacto político de los “cooperativistas” mineros con el gobierno de Evo Morales las actividades del sector fueron virtualmente legalizadas, incluso dentro de los Parques Nacionales Madidi y Pilón Lajas, es virtualmente imposible conocer tanto el número de explotaciones cuanto la cuantía de la producción, pues la mayor parte de ella sigue saliendo del país de contrabando y sin pagar ni regalías ni impuestos. Aun así, sólo unas 250 de las 1800 “cooperativas” que operan en el sector cuentan con licencia ambiental.

Entre tanto, las adquisiciones de mercurio se multiplicaron por veinte entre 2010 y 2015, y han continuado subiendo, estimándose al presente que Bolivia es el segundo país importador de éste producto –calificado por la OMS entre los 10 principales responsables de los problemas especiales de salud pública– después de la India, habiendo liberado en el último año alrededor de 100 toneladas al medioambiente, lo que equivale al 6% de las emisiones contaminantes globales de este metal.

En 2015, Bolivia importó 152 toneladas de mercurio (12 veces más que el año anterior), cantidad que supera con mucho los requerimientos estimados de la minería aurífera boliviana, por lo que se estima que buena parte de estas importaciones podrían salir de contrabando al Perú que, por efecto de la Convención de Minamata (2013) –que restringe las importaciones de mercurio– ha estado controlando más estrictamente sus propias importaciones. En cualquier caso, el Estado boliviano registra únicamente unos 30 millones de dólares como ingreso por concepto de producción y comercialización de oro, de los 1500 millones en que podría estimarse la producción total, lo que habla por sí solo del daño fiscal que produce este modelo de desarrollo del sector, tolerado cuando no promovido por el propio Estado. Entre los efectos sociales, se ha denunciado la explotación sexual de niños, niñas y adolescentes de las comunidades locales y, especialmente, de pueblos indígenas cuyos territorios han sido avasallados.

De la información precedente, pueden desprenderse las siguientes lecciones:

  1. La minería aurífera en la Amazonia es una expresión más de la trágica historia del extractivismo que históricamente ha caracterizado la economía de la región;
  2. El Estado ha sido un actor muy débil que no ha desarrollado marcos regulatorios ni una presencia institucional de control, efectivos y, o bien, ha consentido su desarrollo, o bien, lo ha promovido cínicamente;
  3. La estructura que muestra actualmente el desarrollo del sector es de una enorme complejidad, destacando la presencia de grupos y alianzas irregulares, informales o abiertamente ilegales, que interactúan con miembros de otras redes (madereros, narcos, contrabandistas de precursores y otros insumos, grupos armados irregulares, etc.);
  4. La economía del oro es la propia de cualquier “enclave”, no genera más que recursos marginales para las arcas fiscales de los países de la cuenca, castiga a los productores directos en favor de los eslabones superiores de la cadena vinculados a la comercialización internacional del producto;
  5. La incapacidad de control del Estado y su pesadez para reaccionar frente a la versatilidad de los agentes del sector, favorecen la expansión de las redes de corrupción de sus agentes;
  6. Entre los impactos ambientales más severos que genera la actividad, se tienen la deforestación y desertización de superficies considerables del territorio, la contaminación por erosión y por el uso de materiales tóxicos (mercurio, cianuro, entre otros);
  7. Entre los impactos sociales, destaca la explotación de actores vulnerables que buscan en esta actividad una fuente de subsistencia, el avasallamiento de tierras y territorios de comunidades indígenas y campesinas, la violación de sus derechos humanos, la inobservancia del derecho irrenunciable a la consulta previa, libre e informada, el envenenamiento de recursos indispensables para su subsistencia, los daños a su salud, su sometimiento por acciones violentas y la destrucción o debilitamiento de sus estructuras familiares, sociales y políticas;
  8. Con este panorama, se impone una moratoria indefinida de esta actividad y la adopción de medidas consistentes de protección del patrimonio natural, social y cultural de la región con la participación de los actores locales involucrados, en un marco de derecho, así como de estrategias de uso de desarrollo amazónico en un marco multilateral y nacional;

 

Alfonso Alem Rojo, estudió ingeniería química, y participó en múltiples movimientos ecologistas y en favor de la diversidad cultural, fue Presidente de la Confederación Universitaria Boliviana, diputado nacional, diplomático, Director Ejecutivo de la Fundación Rigoberta Menchú (México), profesor de la Escuela de Antropología de la UAHC (Santiago de Chile) y consultor de diversos organismos internacionales. Como especialista a cargo de la política sobre pueblos indígenas en la Oficina Regional de la FAO en América Latina y el Caribe, coordinó el Grupo Regional sobre Pueblos Indígenas de la ONU y es autor de varias publicaciones en materia de desarrollo sostenible y seguridad alimentaria, entre otras. Actualmente vive en Toro Toro, Bolivia, como productor agroecológico y promotor del turismo sostenible.
Imagen destacada: durante la pandemia, las imágenes aéreas registran un aumento de la minería ilegal en el río Uraricoera, en la Tierra Indígena Yanomami (TI), en el estado de Roraima,
en la frontera entre Brasil y Venezuela. Foto: Amazônia Latitude.

 

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