Las estancias de Ana Varela Tafur
Como un vasto mosaico, los poemas de 'Estancias de Emilia Tangoa' forman, trazo a trazo, el paisaje de un entorno natural en el que los pueblos indígenas han existido desde los primeros días de la historia
Montagem: Fabrício Vinhas
Estancias de Emília Tangoa
Ana Varela Tafur
Pakarina Ediciones, 2022
72 páginas
pakarinaediciones.org
DOI:10.33009/amazonia2023.12.01
“De un bosque soy, de sus humedales”, dice el primer verso del primer poema del cuaderno “Estancias de Emilia Tangoa“, de la poeta peruana Ana Varela. Y ya el sujeto lírico nos sitúa en las coordenadas de esta poesía. Bosque y humedales: densidad de árboles, verdor, sol y sombra, agua que procrea vida, multiplicidad de seres que habitan el bosque y el humedal, todo lo que empezamos siendo y, a pesar de desafueros, aún somos, naturaleza misma animada de inteligencia y sensibilidad gracias a esa feraz capacidad engendradora.
De eso básicamente trata este poemario, de la vida que nos da la evolución natural de la tierra, de los usos y abusos que hacemos de ese regalo cardinal que es la existencia natural. Poesía ecocrítica es esta, pero en su mejor entendimiento: una que busca rescatar la armonía entre humanos y no humanos, mediante la búsqueda del “buen vivir” y la crítica a los excesos que quiebran la vida en concordia.
Los poemas que conforman “Estancias de Emilia Tangoa”, como en un amplio mosaico, arman trazo a trazo el paisaje de un ámbito natural donde los pueblos indígenas han existido desde los días prístinos de la historia, con el que han convivido en el tiempo, desarrollando una cultura y un saber esenciales para hacerles posible no solo su supervivencia y evolución, sino el sostenimiento del mundo. Sin embargo, no se ha podido evitar la invasión de ciertas improntas civilizatorias que ponen en riesgo, ya no la supervivencia de esos sujetos que han convivido con la naturaleza, sino la propia subsistencia de ésta. Con lenguaje sencillo, directo, como quien nombra lo que halla a su alrededor para afirmarlo y preservarlo en la memoria, la poeta nos ofrece una visión de conjunto del prolífico mundo amazónico.
Varela ha querido captar la naturaleza en su vasta multiplicidad, su reciprocidad con los seres humanos y, a la vez, cómo esta relación por motivos de apropiación desmedida puede llevar al caos de la destrucción del ambiente y, consecuentemente, del propio ser humano. Para ello la autora se apoya básicamente en dos procedimientos: la descripción y la enumeración. primero es un pincel verbal que va dejando asomar las imágenes de cuanto nos rodea. La visualización es un elemento principal para apropiarnos de este entorno que se nos presenta:
De paso por una ribera urbana he visto garzas
en las márgenes de un caño y en fila en los desagües.
En los bordes citadinos abren sus alas y esperan.
Se consagran al ritual de mirar el sol,
astutas y listas para arrojarse hacia las sobras.
La descripción implica una mirada atenta y sospechosa (como también afirma Leopoldo Bernucci en su Un Paraíso Sospechoso, 2020) para detectar lo que es significativo para lo que se quiere expresar. La poeta lo consigue por su especial sensibilidad hacia a las cuestiones ambientales que la voz poética expresa. Por su parte, la enumeración es un recurso eficaz para acercarnos a la multiplicidad y vastedad del ámbito destructivo al que se refiere. Así, Varela nos pone ante una suerte de catálogo natural, un mapa verbal que nos conduce por los vericuetos de la floresta:
Asediados lagos, corrientes, muyunas,
confusión de orillas, restingas, hoyadas,
cochas, zonas rojas, zonas altas y bajas,
bajiales, zonas mineras de contrabando permanente,
multitudes de heridos en el desorden ambiental.
La naturaleza se enuncia como se reza un rosario. No solo por lo trascendental del tema, también porque es el modo de llamar la atención sobre los elementos que conforman este mundo vital. A la vez es como si nombrar fuera una manera de animar, de rescatar, de preservar las cosas y criaturas de este multifacético espacio natural.
Ya al inicio la voz del poema nos indica nuestra dependencia del entorno natural. La vida es tiempo. Ciclos que se abren y cierran ininterrumpidamente. El sujeto lírico nos puntualiza, “El tiempo es asunto de la lluvia”. O sea la lluvia, elemento esencial para toda vida, ser que va y viene y muestra su presencia en lapsos que se repiten, es como la portavoz del tiempo. Ella nos indica su llegada y su paso.
El ser humano desde su surgimiento ha tenido un necesario y permanente comercio con la naturaleza. Ella ha sido hábitat y sustento, maestra de realidades y partera de sueños, reservorio de encantos y gestora de símbolos. Pero, muchos son los que prefieren el mito, la metáfora y la fascinación de la Amazonía en lugar de considerar las realidades ubicadas en su territorio (Colón, 2021). No obstante, en su afán civilizador, muchas veces en desmedida actuación que desdice de toda razón, el ser humano ha violentado el equilibrio que debe existir entre los espacios bióticos y abioticos, y comol resultado ha sido castigada la naturaleza.
En tus poros lacerados persisten diarias amenazas.
Visibles cicatrices impregnan tu cabeza herida.
Se dice que te cubren algas impuras
arrastradas por aceites derramados.
La poeta nos habla de la naturaleza como de un ser herido, lastimado por la acción inconsecuente del “hombre del Antropoceno”. ¿Cómo se puede lacerar lo que nos da vida? He ahí el principio ético que rige toda esta recuperación verbal. La tensión entre el hombre y la naturaleza, leída como “naturaleza y cultura”, no se resuelve. Persiste en el proceso de sometimiento o dominación de las fuerzas naturales, recreando y reviviendo el comienzo de la historia interminable.
Por sobre la sana relación armónica ha prevalecido mayormente la ambición posesiva. En su avidez por tener más y más, los hombres han creado espacios artificiales que han devastado amplias áreas de la naturaleza, edificando asentamientos que marcaron el desenfreno de la codicia y el dolor: “Iquitos, ciudad del boom del caucho y su fiebre repentina… Iquitos, Manaos y Londres, prosperaron con cauchales sangrantes.” Esa no debió ser la historia de la civilización, sino otra menos dolorosa y con más empatía por nuestro entorno, declara la voz poética. El Capitaloceno desmedido ha traído la degeneración de una asociación que siempre debió ser armoniosa. Se ha llegado a la falsificación para medrar, con el consiguiente deterioro del medio: “Hay que desviar el cauce del río”—urden los embaucadores. “En sus delirios habita una central hidroeléctrica…” Y lo peor es que logran nuestra anuencia para el inminente desastre, todo en nombre de un falso progreso.
La voz poética denuncia el ansia de “comer el mundo” así como lo amonesta el filósofo brasileño Ailton Krenak del consumo desenfrenado que erosiona la naturaleza y subyuga al ser humano a las consecuencias de esta hambre capitalista insaciable. Para colmo, hasta la propia naturaleza se asume de modo simbólico para representar lo contrario de esta relación. Así nos advierte la poeta: “Amazonas-Yacumama-región transnacional en emergencia./ Amazon, un modelo de corporación que invade el planeta.” Hasta este punto llega el disparate, nombrar con el apelativo de un espacio vital acosado por el indebido usufructo una compañía que lentamente se devora al planeta. La ironía del triste simbolismo duele.
Sin embargo, aun mayor es el sarcasmo de otro desfase entre lo que es y lo que debe ser. La tecnología, recurso que indica el desarrollo de la inteligencia para mejorar la vida del ser humano, suele también ser cómplice de la destrucción ambiental.
La pantalla digital aclara el agua
en un escenario global en venta.
Veo el documental con peces muertos…
… … … …
Atravieso líquidos virtuales.
Apago la televisión y su pantalla revela
un documental de agonías.
El ámbito natural ha sido embestido con engendros de los avances tecnológicos, pero ahora, esto mismo, a la vez, nos aproxima a su resultado desolador. Aldo Leopold, no sin crítica, nos recuerda: “Sólo podemos ser éticos en relación con algo que podamos ver, palpar, entender o amar, o en lo cual tengamos fe por alguna otra razón”. La ironía es tremenda pues como bien cuestiona Rob Nixon en “Slow Violence and the Environment of the Poor”, ¿sólo podemos ser éticos con respecto a lo que vemos?
La tristeza es un sentimiento que se va apropiando del lector a medida que avanza en la lectura de “Estancias de Emilia Tangoa”. La poeta ha buscado el modo de presentarnos no solo la fértil versatilidad de la naturaleza y su aportación a la vida humana, sino el modo en que el irracional criterio de apropiársela ha ido separándonos de ella, convirtiéndonos en ocasiones en enemigos. Así, los árboles: “Eran refugios de aves los milenarios shihuahuacos./ Ahora laminados y en orden son eslabones finales/ de una cadena extractiva.” Todo ha sido transformado para desventaja de la selva por el sentido utilitario.
La naturaleza no solo es el origen de la vida, también del saber milenario de los pueblos que la habitan y por ello de la cultura. En su comercio con ella, los seres humanos no solo la conocieron y aprendieron a emplearla para bien, sino que fueron acumulando una sabiduría — que les ayudó a ser en el mundo mienbtras han sustentado, aún hoy, el bosque amazónico en pie.
Para la poeta la propia naturaleza ha guardado la memoria del devenir humano en las prácticas de aquellos que supieron descodificar lo que ella tenía para enseñarles: “Porque se cantan icaros, en trance a milagros/ bajo tenues efectos de tallos de chacruna…” En troncos, tallos, hojas, piedras, flores, hay toda una gigantesca biblioteca que resume mucho de la epopeya cognoscitiva del ser humano. Ahí está no solo el presente sino su historia: “Con el soplo de las hojas se recrean nombres/ y persiste el idioma de los ancestros”. Los hombres en su íntima unión con su entorno aprendieron a traducir el mundo y emplear esos conocimientos para su sustento y supervivencia: “En hojas de coca leídas por curanderos/ hay un código que anuncia palabras casi extintas,/ recitadas frases que urden la maravilla de las lianas”. Son estos sujetos, mediadores con el entorno, quienes preservan los secretos de una relación íntima y propicia: “Los curanderos sostienen la esencia perenne/ de las plantas sumergidas en sus silencios”.
El entorno natural, en el caso de este poemario la floresta tropical del Amazonas, ha sido el ámbito favorable para conocer quiénes somos, qué hacemos, hacia dónde vamos. El hombre en sus trámites con la naturaleza logra descifrar el código de la existencia, llegando a recrear la sustancia y el devenir del cosmos para convertirlo en símbolos que lo explican, sostienen y transforman. La selva, “libro de fantasías”, dice la poeta: “Para algunos es un reciclado mito griego/ de la antigüedad clásica y su radiante imaginario,/ épica y palabra, metáfora emergente, amazonas.” Sí, porque la naturaleza porta no solo lo que es, sino lo que puede ser, y nos lleva a un más allá de lo inmediato. Por eso es mito y metáfora, mundo simbólico con que aprehendemos y explicamos todo lo que es.
Y por supuesto duele todo el daño que se la infligido a la naturaleza. Sin embargo, ella una y otra vez muestra su capacidad de defensa y restauración. No es una cosa yerta, sino un ser vivo que reacciona. Así el tigre que ha sido acosado: “Tu grito es un rumor de furia y resistencia… Pero estás otra vez aquí/ rondando en tierras altas/…/ consagrando tu obstinación.” Las criaturas de la naturaleza se empeñan en sobrevivir pues son parte de ese todo existente y lo merecen, por tanto hacen su parte.
Tal vez este episodio de Covid que atraviesa la humanidad en estos momentos sea parte de este esfuerzo de la naturaleza por recuperar sus territorios perdidos. Igual sucede al naturalista que transgrede los dominios selváticos: “Se cubren de hongos tus cuadernos perdidos./…/ Exploras el mundo y te atrapa una selva desesperada./ Desapareces sin dejar huellas, naturalista”. La selva no puede menos que actuar ante la constante usurpación de su espacio y biomas.
Estancias de Emilia Tangoa cierra con ese estremecedor canto a una ciudad fruto de la ambición de poseer que ha sometido a muchos seres humanos. Iquitos es el resultado de una empresa que se levantó a costa de dolor y sangre, tanto de humanos como del medio ambiente. Su devenir es un reflejo a escala de mucho de lo que ha sucedido en el planeta. Entonces no es fortuito que Ana Varela finalice con una afirmación tremenda: “Tu Belle Epoque se fue. Belleza fantasma./ En las estancias de paso soy una versión de ti.” Nos deja el libro con una sensación de dolor y advertencia. No puede ser menos: la tristeza infligida a la naturaleza, por interacción, también nos la hemos infligido a nosotros mismos. Quizás sea esta la tremenda lección de este libro.