¿Por qué no funcionan las leyes ambientales en Bolivia?
Este año se está registrando la peor pérdida de cobertura forestal en el país, avivada por la agricultura de roza y quema y el cambio climático, que pone en peligro la vida y la cultura de los pueblos indígenas


Los bomberos llegan para extinguir un incendio forestal el 24 de septiembre en Concepción, Bolivia. Foto: Rodrigo Urzagasti/AFP vía Getty Images.

El día en que llegó el fuego, Darío Mamio Serato recuerda que no podía respirar. La selva amazónica era un infierno. Un humo acre envolvía a Darío mientras macheteaba la espesa vegetación de la selva para hacer un cortafuegos y evitar que las llamas alcanzaran tres aldeas indígenas tacanas, de las que decenas de mujeres y niños aún no habían sido evacuados.
El trozo de selva tropical que llaman hogar nunca se había quemado. Pero la región estaba sufriendo una estación seca inusualmente prolongada. Los ríos y arroyos, la savia de la selva, estaban secos. La esperada temporada de lluvias no había llegado. Y ahora el fuego avanzaba a una velocidad vertiginosa, acercándose a la aldea.
Con los pulmones ardiendo y los brazos cansados, Darío sintió que sucumbía al castigo físico de las últimas 12 horas. A sus 30 años, era el único líder tacana que quedaba entre el fuego y las aldeas, ya que los ancianos de las comunidades habían sido evacuados. Al ver cómo las anaranjadas llamas se apoderaban de las casas más remotas, pensó: “Hemos perdido”.
Fue entonces cuando aparecieron los bomberos de un pueblo cercano, que venían de luchar contra otro incendio. Juntos prendieron fuegos técnicos, quemas controladas que sirven para delimitar el incendio forestal y evitar que se extienda. Las principales aldeas se habían salvado, pero acababa de comenzar una nueva era de incendios en la Amazonia boliviana. Poco menos de un año después, la selva amazónica y la región de las tierras bajas vuelven a estar en llamas.
Darío Mamio Serato, en un mensaje de texto que me envió en septiembre, me explicaba que el aire en las ciudades gemelas de Rurrenabaque y San Buenaventura y sus alrededores se había espesado con el humo nocivo y que el día parecía noche, un presagio de lo que podría llegar de nuevo a la aldea tacana en las próximas semanas.
Y las leyes que deberían ayudar han demostrado ser mucho menos poderosas que las llamas.
La nueva normalidad
En 2010 y 2012, Bolivia hizo algo audaz: promulgó leyes nacionales que reconocían los derechos de la Pachamama, la Madre Tierra. Las leyes sobre los derechos de la naturaleza suponen un cambio radical con respecto al statu quo, en el que los sistemas jurídicos tratan a todas las formas de vida no humanas como bienes muebles, como propiedades de los humanos. En esos marcos legales, un ecosistema que sustenta la vida no es diferente de un microondas o un auto. Esa forma de pensar, según los defensores de los derechos de la naturaleza, es la que ha provocado los problemas ambientales que ponen en peligro el mundo y a todos sus habitantes.
Las leyes bolivianas sobre la Madre Tierra, no obstante, se consideran descafeinadas e inaplicables. Más de una década después de su creación, no están ayudando a gente como Darío Mamio Serato en su lucha por la Amazonia, que es, a la vez, la lucha por la vida en la Tierra.
Que ardan partes de la selva tropical no es infrecuente. Es normal que se produzcan algunos incendios naturales durante la estación seca, que va de mayo a finales de octubre de cada año. Pero lo que está ocurriendo ahora en Bolivia no es normal. La temporada de incendios de este año es la peor que se ha registrado en el país: el fuego ha devorado una extensión de selva cinco veces mayor que hace 20 años. Según un informe de la organización no gubernamental boliviana Fundación Tierra, hasta el 30 de septiembre se habían quemado más de 10 millones de hectáreas de selva tropical, humedales y praderas en Bolivia, una superficie mayor que Portugal. Este año, concluye el informe, “quedará en la memoria de los bolivianos como el año del peor desastre ambiental de la historia del país”.
El problema de los incendios traspasa las fronteras de Bolivia. Otros países de Sudamérica —donde se encuentran las selvas tropicales más extensas del mundo, millones de especies no humanas y cientos de comunidades— también están registrando temporadas de incendios récord este año.
La selva amazónica es cada vez más susceptible al fuego por las décadas de deforestación masiva que impiden que realice el ciclo natural del agua, que los científicos llaman transpiración: los árboles extraen agua del suelo a través de las raíces y la liberan a la atmósfera en forma de humedad por medio de las hojas, lo que da lugar a las precipitaciones. Pero la deforestación altera este equilibrio y provoca condiciones más propensas a la sequía, exacerbadas aún más por el cambio climático y patrones meteorológicos naturales como El Niño. Cuanta más selva se quema, más dióxido de carbono se libera a la atmósfera, un ciclo que empeora cada vez más las condiciones que desencadenan los incendios.
Esta pauta generada por los humanos es aún más extrema cuando se sitúa en el arco de la historia. Durante 65 millones de años, los ciclos naturales de la Amazonia han persistido, engendrando y manteniendo innumerables formas de vida bajo las copas de los árboles. Actualmente, por culpa de los humanos —para ser más precisos, de los consumidores que fomentan la destrucción de la selva y de las personas que se benefician de ello—, ya se ha deforestado el 18% de la Amazonia y se ha degradado una extensión aún mayor. Y todo ello en los últimos 50 años. La pérdida de cobertura forestal en Bolivia solo se ha visto superada por la de Brasil.
Los causantes de la deforestación en la Amazonia boliviana son bien conocidos: la expansión de las plantaciones agrícolas y los pastos para el ganado; la minería, tanto legal como ilegal; la tala y otras formas de extracción de recursos, y el desarrollo. El Gobierno boliviano ha incentivado en gran medida esta destrucción mediante leyes y políticas permisivas que tienen más peso que las que defienden los derechos de la naturaleza. La mayoría de los materiales que se arrancan de la selva se exportan para que se consuman en otros lugares, principalmente en Estados Unidos.
A Darío Mamio Serato y otros habitantes de la región no se les escapa este hecho, ni tampoco el papel que desempeña el cambio climático en la intensificación del problema. Nadie mejor que los habitantes de la selva para percibir la creciente imprevisibilidad de las lluvias o el cambio de temperaturas. Pero cuando nos encontramos en su aldea, Bella Altura, en junio, Darío señaló un tercer culpable, que a menudo pasa por alto: un pensamiento erróneo.
Haciendo frente a un gigante
Bella Altura, una aldea de menos de 100 habitantes, se encuentra al final de un sinuoso camino de tierra que refleja los meandros del río Beni. Hasta donde alcanza la vista, la exuberante vegetación lo envuelve prácticamente todo, desde las casas de ladrillo de una sola planta hasta los acantilados de las montañas en la distancia.
Darío nació y creció aquí, y solo se marchó el tiempo que estuvo estudiando en la universidad, en el departamento de Beni. Como otros indígenas de su generación, recibió dos formas de educación: una del mundo exterior y otra de sus mayores tacanas. Con esta última aprendió las lecciones que pasan de padres a hijos, como cazar y pescar, identificar y utilizar las plantas y encontrar adónde van los animales a reproducirse y alimentarse. Ese conocimiento es una piedra angular de la cultura y los medios de vida tacanas y no se puede transmitir a las generaciones futuras sin un territorio sano y próspero.

El cartel de entrada en Bella Altura, un pueblo Tacana en la selva amazónica boliviana. El cartel de la izquierda dice: “Protejamos la vida silvestre. El territorio Tacana libre de tráfico ilegal.” Foto: Katie Surma/Inside Climate News

Dario Mamio Serato se encuentra frente a una multitud en una reunión panamazónica el 15 de junio en Rurrenabaque, Bolivia. Foto: Katie Surma/Inside Climate News
Pero hoy, Bella Altura es una de las 22 comunidades tacanas que se encuentran en la frontera con plantaciones masivas de palma y caña de azúcar, que amenazan con comerse sus tierras. A vista de pájaro, la región muestra una selva enferma y fragmentada, veteada de carreteras, colonización y plantaciones que se propagan como un virus.
En junio, Bella Altura recibió a representantes de comunidades forestales de toda Sudamérica que se enfrentan a amenazas similares. Se reunieron para compartir experiencias y tácticas para defender sus territorios. A pesar de ser de culturas distintas, el grupo de unas 50 personas tenía algo en común: sus comunidades humanas son interdependientes de las comunidades naturales en las que viven. “Formamos parte de la naturaleza”, dice Darío. “Los indígenas lo sabemos. ¿Quién defenderá la naturaleza si no lo hacemos nosotros?”.
Darío planteaba dos hechos inmutables. En primer lugar, que el ser humano forma parte de la naturaleza y depende de ella para sobrevivir. No importa cuántas historias sobre el excepcionalismo humano nos contemos en la sociedad dominante ni cuántos rascacielos y muros construyamos para aislarnos de la naturaleza. La humanidad siempre deberá su existencia a la Tierra. El otro hecho: sin los indígenas que protegen la selva de los violentos ladrones de tierras públicas, las empresas mineras y otras fuerzas extractivas, la Amazonia sería hoy mucho más pequeña.
A menudo, los indígenas y otros pueblos de la selva pagan un alto precio por negarse a renunciar a su modo de vida y a sus tierras ancestrales ante personas que desean tratarlas como mercancías. Cada año, cientos de defensores del medio ambiente son asesinados, acosados y amenazados. Entre ellos está Darío, que el año pasado lanzó una campaña en las redes sociales para detener la expansión de las plantaciones de palma cerca de Bella Altura. Casi de inmediato, recibió llamadas anónimas que le amenazaban con hacer daño a su familia y su comunidad si no ponía fin a la campaña. “Tenía miedo, claro que tenía miedo”, confiesa. “Soy yo solo frente a un gigante”.
Hoy, más que nunca, queda claro que los sacrificios de los defensores de la tierra como Darío benefician a personas que viven en todo el mundo, desde los pequeños agricultores de América Central hasta los pescadores del Sudeste Asiático. La selva viva almacena grandes cantidades de dióxido de carbono, por lo que amortigua el empeoramiento del cambio climático. Si los humanos siguen destruyéndola, nosotros y las generaciones futuras viviremos en un mundo mucho más volátil y con menos maravillas, a medida que llevemos a la extinción a los jaguares, perezosos, monos, delfines rosados y otros seres. Los pueblos de la selva, al defender sus territorios, defienden también el mundo.

Dario Mamio Serato (centro-derecha) saluda a visitantes de toda la Amazonía en su pueblo natal, Bella Altura, el 13 de junio. Foto: Katie Surma/Inside Climate News
A diferencia de muchos de nosotros, que por circunstancias o por elección sabemos poco sobre el caleidoscopio de culturas indígenas, personas como Darío Mamio Serato han aprendido a navegar tanto por su mundo como por el nuestro y, en los últimos años, han utilizado ese conocimiento bicultural para incorporar a los sistemas jurídicos su comprensión de la interconexión de la humanidad con la naturaleza.
En el encuentro de Bella Altura, comunidades de Perú, Brasil y Ecuador compartieron historias de cómo, contra todo pronóstico, han convertido en ley los derechos de la naturaleza. Forman parte de un movimiento poco coordinado que ha conseguido que más de una docena de países reconozcan, de alguna forma, que la naturaleza tiene derechos. Los sistemas jurídicos dominantes reconocen desde hace tiempo que las entidades, no solo los seres humanos, tienen derechos jurídicos, en particular las entidades económicas como las empresas y los consorcios. En Estados Unidos, por ejemplo, los derechos de libertad de expresión concedidos a las empresas les permiten donar sumas ilimitadas de dinero a los candidatos políticos.
Pero conseguir que los gobiernos reconozcan los derechos de la naturaleza no es la panacea para todos los males ambientales de un país. En el encuentro, Darío dejó claro este punto cuando habló de las leyes bolivianas: “El resultado final fue muy diferente de lo que esperábamos”.
La Madre Tierra
Darío tenía 12 años cuando los grupos indígenas bolivianos se reunieron en Cochabamba en 2010 para redactar colectivamente una propuesta de ley nacional sobre los derechos de la naturaleza. Fue, a todas luces, un momento álgido para los grupos indígenas de las tierras bajas del país. Unos años antes, esos grupos, junto con una coalición de trabajadores, indígenas de las tierras altas y pobres de las zonas rurales, habían catapultado a Evo Morales a la presidencia. De etnia aimara, fue el primer indígena boliviano en dirigir el país tras siglos de gobierno de una élite de descendientes de europeos.
Poco después de asumir el cargo, en 2006, Morales cumplió su promesa electoral de llevar a cabo un proceso de “descolonización”. Gracias a los ingresos procedentes de la producción de gas natural, su partido, Movimiento al Socialismo (MAS), financió generosos programas sociales que sacaron a millones de personas de la pobreza. También llevó a cabo una serie de reformas, como la redistribución de tierras, la nacionalización de empresas energéticas y el aumento de la representación de indígenas y mujeres en el Gobierno. En 2009, la reforma constitucional que promovió convirtió a Bolivia en un Estado plurinacional que reconoce a los 39 grupos indígenas que viven en él.
Morales llevó su ecosocialismo a la escena internacional. En la primavera de 2009, pronunció un duro discurso ante la Asamblea General de las Naciones Unidas en el que cargó contra el capitalismo por ser una fuerza seductora y destructiva y abogó por el reconocimiento universal de los derechos de la naturaleza. “Estamos asfixiando poco a poco nuestro planeta, y a todos los seres humanos y a nosotros mismos”, dijo a los diplomáticos, haciendo hincapié en que “la Tierra no nos pertenece, sino más bien nosotros pertenecemos a la Tierra”.
Un año después, en abril de 2010, Morales contrarrestó la decepcionante conferencia sobre el clima de 2009 organizando una Conferencia Mundial de los Pueblos en Cochabamba. Allí, 30.000 participantes de más de 100 países, entre los cuales había bolivianos que habían caminado decenas de kilómetros para asistir, redactaron la Declaración Universal de los Derechos de la Madre Tierra, no vinculante. Los asistentes bolivianos también elaboraron durante meses una propuesta de ley nacional sobre los derechos de la naturaleza.
Pero pronto quedó claro que el modelo económico y la coalición política de Morales eran insostenibles. Cuando estalló el boom mundial de las materias primas, impulsado por la creciente demanda de economías emergentes como China, y los ingresos de las exportaciones bolivianas cayeron en picado, Morales redobló la extracción intensiva de recursos y la expansión agrícola para sufragar su programa de justicia social.
Esa estrategia creó tensiones con los ecologistas y las comunidades indígenas de las tierras bajas. En 2011, un año después de que se aprobara la primera ley de derechos de la naturaleza, Morales ordenó a las fuerzas armadas bolivianas que dispersaran a los grupos indígenas que protestaban por la construcción de una carretera a través del Territorio Indígena y Parque Nacional Isiboro-Sécure (TIPNIS), una zona protegida de la Amazonia.
Varios líderes indígenas y destacados partidarios de Morales rompieron públicamente con el presidente en ese momento. Entre ellos, el entonces embajador ante las Naciones Unidas, Pablo Solón, que había sido uno de los mayores defensores de los derechos ambientales e indígenas en el Gobierno. “La preocupación más importante para el Gobierno pasó a ser cómo conservar el poder”, declaró. Y, para ello, Morales incorporó a algunos líderes indígenas al Gobierno y dirigió la financiación pública hacia ciertos proyectos favoritos. El resultado fue una sociedad civil menos independiente, grupos indígenas divididos y un debilitamiento general del movimiento indígena en Bolivia, según Solón. A la vez, el Gobierno se acercó más al sector agroindustrial y minero.
En el libro The Politics of Rights of Nature (The MIT Press, 2021), los expertos en política ambiental Craig Kauffman y Pamela Martin discurren sobre las diferencias entre las leyes de la Madre Tierra en Bolivia y el reconocimiento constitucional de los derechos de la naturaleza en Ecuador, que tuvo lugar en 2008. Este último ha sido invocado en decenas de casos para defender los derechos de los ecosistemas, mientras que las leyes bolivianas aún no se han aplicado.
Los autores lo atribuyen a un movimiento indígena dividido, a unas leyes sin fuerza jurídica y representativa y al extractivismo del Gobierno de Morales en aras de la redistribución social. En una entrevista reciente, Kauffman ofreció una explicación para las decisiones políticas de Morales: el expresidente, originario del altiplano boliviano, tiene una manera de relacionarse con la tierra fundamentalmente distinta a la de los grupos indígenas de las tierras bajas. Para ilustrar su punto de vista, el experto señaló los términos que usan los diferentes grupos para referirse a la tierra: los indígenas de las tierras bajas utilizan “territorio”, que habla de la relación y reciprocidad entre los humanos y la tierra; los indígenas de las tierras altas usan “tierra”, por considerarla más un recurso extractivo.
Los pueblos de las tierras altas, según Kauffman, también prefieren identificarse con el término “originarios”, en lugar de “indígenas”, palabra utilizada para describir a las gentes de las tierras bajas, como Darío Mamio Serato. Muchos originarios viven ahora en las ciudades como parte de la clase media o pobre urbana y tienen una visión de la naturaleza distinta a la de las comunidades indígenas que viven en la selva, explica el autor.
Inside Climate News entró en contacto con la embajada de Bolivia en Washington, con el Ministerio de Medio Ambiente y Agua boliviano y con el expresidente Evo Morales, pero no quisieron comentar los dados.
En junio, en un café cercano a la plaza central de Rurrenabaque, Darío me contó la decepción que sintió al ver cómo la propuesta de base para defender la Madre Naturaleza se transformaba en algo irreconocible.
“El Gobierno fue muy inteligente con lo que hizo”, dijo. Sorbiendo una raspadilla de uva mientras la gente pasaba en tuktuk, me explicó los innumerables obstáculos a los que tiene que enfrentarse para hacer valer los derechos de la naturaleza en Bolivia. Además de descafeinar la legislación, el Gobierno presiona a las comunidades que carecen de alternativas económicas para que acepten el desarrollo, cuenta. No se aplican las leyes de protección existentes, afirma. Y se han promulgado leyes contradictorias que permiten e incentivan la tala de árboles, la minería y la agricultura de roza y quema.

El pueblo de Rurrenabaque, Bolivia, está rodeado por la selva amazónica el 12 de junio. Foto: Katie Surma/Inside Climate News
En Bolivia, por ejemplo, las multas por deforestar ilegalmente la selva con fuego son de menos de 20 dólares por hectárea, lo que equivale aproximadamente al 2% de lo que impone Brasil por delitos ambientales similares. La tierra deforestada tiene más valor económico que la selva en pie, y las multas son demasiado pequeñas para cambiar esa ecuación. “El Gobierno dice al mundo que tenemos leyes para proteger la Madre Tierra, pero dentro del país hacen todo lo posible para impedir que las utilicemos”, se lamenta Darío.
Un impulso para hacer valer los derechos de la naturaleza
Actualmente, Bolivia se encuentra al borde de una crisis económica. Sus políticas de desarrollo desenfrenado no han compensado el descenso de la producción de gas natural. La deuda pública se ha más que duplicado desde 2014 y hoy un 36% de la población vive por debajo del umbral de pobreza. A la vez, la falta sistémica de fiscalización ambiental ha provocado que Bolivia se convierta en uno de los países que más deforesta y degrada el medio ambiente. El actual presidente boliviano, Luis Arce, ha continuado en gran medida las políticas de su predecesor. Y Darío Mamio Serato y gente como él son los más afectados.
Últimamente, la comunidad de Bella Altura ha observado que mueren más peces y animales y otros señales de desequilibrios en los ecosistemas. Las poblaciones de “plagas negras”, término local para referirse a los roedores, están creciendo, según Darío. Luego están los incendios: además del peligro de muerte que suponen las llamas descontroladas, el humo puede causar y agravar una serie de problemas de salud, sobre todo en niños y ancianos. Es especialmente peligroso en regiones remotas con escaso o nulo acceso a la atención sanitaria.
La pérdida de bienestar mental no es menos real. Casi nos habíamos terminado las raspadillas de uva cuando le pedí a Darío que me hablara del día del incendio. Cuando el traductor le transmitió la pregunta, el rostro ovalado y aniñado se le desfiguró y empalideció, y los ojos oscuros se le enrojecieron. El sufrimiento de aquel día le quedó grabado en el rostro.
Nos tomamos un descanso antes de continuar. Titubeando, habló del día después, cuando él y otros aldeanos caminaron por la tierra ennegrecida de su territorio. Al ver los restos carbonizados de monos, tapires y tortugas y los gigantescos castaños caídos y sin vida le fallaron las rodillas.
La comunidad ha tenido —y tiene— que hacer frente a estas pérdidas sola. Darío ha pedido a las autoridades locales que les proporcionen mochilas extintoras, con una bomba manual que permite rociar agua, que cuestan entre 200 y 300 dólares cada una. Por ahora, su petición no ha sido atendida. En un país en desarrollo como Bolivia, el precio de las mochilas puede parecer elevado, pero contrasta con la reacción al incendio de la catedral de Notre Dame de París, cuando personas de todo el mundo donaron casi mil millones de dólares para restaurar el edificio.
Fátima Monasterio Mercado, abogada y activista boliviana, afirma que las comunidades locales se ven abandonadas a su suerte para hacer frente a los problemas ambientales, incluidos los incendios forestales. Explica que la crisis económica ha dejado a los bomberos sin recursos suficientes y culpa al Gobierno de no aplicar las leyes que prohíben la agricultura de roza y quema durante la estación seca. “A partir de julio, nadie debería quemar la selva, pero el Estado no hace nada”, protesta.
Monasterio trabaja con diferentes comunidades indígenas y locales de las tierras bajas para reconstruir los fuertes movimientos sociales que ayudaron a lanzar a Morales a la presidencia. Esta vez, sin embargo, con el objetivo de reivindicar los derechos de la naturaleza y encontrar la manera de aprovechar las leyes existentes y crear otras nuevas. Para ello, se basan en las experiencias de comunidades indígenas de otros países, como Ecuador y Perú, que han creado movimientos de base por los derechos de la naturaleza. “Creo que la solución está en recordar que los derechos de la Madre Tierra no son del Gobierno”, afirma. “La propuesta surgió de la sociedad civil y ahora la gente quiere exigir que esos derechos se hagan realidad”.
A principios de este año, las cámaras municipales de Alto Beni y Palos Blancos, dos ciudades asoladas por la minería de oro legal e ilegal, aprobaron una normativa que las declara áreas protegidas contra la actividad minera, invocando los derechos de la Madre Tierra. Estas normativas, dijo Monasterio, son un primer paso. Por otro lado, algunos grupos de la sociedad civil boliviana, “indignados por el ecocidio que provocan los incendios y la deforestación”, han convocado, del 7 al 13 de octubre, un referéndum propio para que la población opine sobre las leyes ambientales del Gobierno. Según los organizadores, los incendios violan los derechos de los pueblos indígenas y de la Madre Tierra.
Darío Mamio Serato y su comunidad forman parte del renovado impulso para reclamar los derechos de la naturaleza. El líder tacana ha participado en asambleas ciudadanas que elaboran propuestas para el Gobierno sobre alternativas económicas a la actividad extractiva, como la agroecología y la reforestación. El encuentro de junio reavivó la determinación de Darío de encontrar un modo de hacer valer los derechos de la naturaleza. “Esta conexión que tenemos con la naturaleza, nuestros animales y nuestros ecosistemas hace imposible que dejemos de intentarlo”.
Este texto fue publicado en colaboración con Inside Climate News. Pulsa aquí para acceder a la versión en inglés.
Katie Surma es reportera en Inside Climate News, donde se enfoca en el derecho y la justicia ambiental internacional. Antes de unirse a ICN, ejerció la abogacía, especializándose en litigios comerciales. También escribió para varias publicaciones, y sus historias han aparecido en el Washington Post, USA Today, Chicago Tribune, Seattle Times y The Associated Press, entre otros. Katie tiene una maestría en periodismo de investigación de la Escuela de Periodismo Walter Cronkite de la Universidad Estatal de Arizona, un LLM en derecho internacional y seguridad de la Facultad de Derecho Sandra Day O’Connor de la misma universidad, un JD de la Universidad de Duquesne, y fue licenciada en Historia del Arte y Arquitectura en la Universidad de Pittsburgh. Katie vive en Pittsburgh, Pensilvania, con su esposo, Jim Crowell.
Traducción: Meritxell Almarza
Montaje de página y finalización: Alice Palmeira
Revisión: Glauce Monteiro
Dirección: Marcos Colón