Los jaguares, los guacamayos y el bosque tropical seco tienen derecho a existir, reclaman a una corte colombiana
La demanda sucede a al menos ocho fallos judiciales que reconocieron los derechos de los ecosistemas, incluida la selva amazónica del país. Pero su aplicación se retrasa y algunos activistas sufren represalias
Guacamayo del bosque tropical. Foto: Marcos Colón/Amazônia Latitude
Una nueva demanda pide que Colombia reconozca que los jaguares, los guacamayos verdes y el bosque seco tropical del país tienen derecho legal a “la vida, la salud y la integridad”. Es la acción más reciente del movimiento por los derechos de la naturaleza, cuyo objetivo es conseguir que los tribunales y las asambleas legislativas reconozcan que los ecosistemas y las especies tienen derechos legales, similares a los de los seres humanos y las empresas.
Presentado a principios de este mes por la organización sin ánimo de lucro Amar Madre Tierra ante un tribunal colombiano de la región del Magdalena, el documento denuncia que las explotaciones mineras vulneran los derechos del bosque seco tropical —el ecosistema más amenazado de Colombia—, así como de los jaguares y guacamayos que viven en los alrededores de la Sierra Nevada de Santa Marta, una cadena montañosa del norte de Colombia. También exige que se reconozcan los derechos de los espacios sagrados indígenas situados en todo el bosque seco tropical de la cordillera.
El bosque seco tropical de Colombia tenía antaño el tamaño de Portugal, pero ahora solo queda un 8% de esa extensión. Conocido como el “bosque de los mil colores” por su denso verdor y la floración de los árboles en la estación lluviosa, alberga cientos de ríos y arroyos que suministran agua potable a más de un millón de personas. Las comunidades locales también dependen de él para su riqueza cultural y su sustento.
La demanda alega que, desde 2007, las operaciones de extracción de materiales para la construcción han afectado el bosque y los espacios sagrados al contaminar ríos y arroyos, generar contaminación acústica y liberar cantidades excesivas de polvo a la atmósfera. Los impactos de la minería, combinados con el desarrollo de grandes proyectos de infraestructura, han llevado el ecosistema a “un estado crítico de fragmentación y degradación”, cita el documento.
La pérdida y el deterioro del hábitat es la principal causa del declive de la población de jaguares colombianos, en peligro crítico de extinción en el país, y de guacamayos verdes, considerados especie vulnerable. Además de sufrir los impactos de actividades extractivas como la minería, las especies se ven amenazadas por la expansión agropecuaria, la urbanización, los incendios, el turismo insostenible y la caza furtiva.
Para los jaguares, la pérdida de hábitat supone la reducción de sus fuentes de alimento, que les obliga a alimentarse del ganado y a convertirse, a su vez, en blanco de los ganaderos, que los matan ilegalmente para defender sus rebaños. La demanda cita al menos tres intentos de matar a jaguares adultos, en uno de los cuales había una madre con dos cachorros que parecían estar buscando comida cerca de unas granjas.
Las poblaciones de guacamayos verdes también han disminuido en Colombia debido a la demanda de estos animales como mascotas, tanto dentro como fuera del país. El guacamayo es una de las aves más traficadas en el comercio ilegal de especies silvestres, un mercado valorado en al menos 7.000 millones de dólares anuales. Los jaguares también van muy buscados: en China, por ejemplo, se utilizan partes de su cuerpo en ciertas prácticas de medicina oriental.
Tanto los jaguares como los guacamayos se consideran especies “paraguas”: son indicadores de la salud general del hábitat y su protección beneficia en cascada a los ecosistemas en los que viven. La Sierra Nevada de Santa Marta alberga cientos de otras especies, entre las que se encuentran plantas y animales endémicos y en peligro de extinción, como la rana arlequín, el oso de anteojos y el águila poma.
Los abogados y defensores del movimiento por los derechos de la naturaleza sostienen que, en comparación con la normativa convencional anticontaminación, las leyes basadas en los derechos pueden ofrecer un mayor grado de protección a los ecosistemas, al tiempo que contribuyen a cambiar la mentalidad de la humanidad sobre su relación con el mundo natural. En su opinión, las leyes sobre los derechos de la naturaleza se basan en el entendimiento de que la Tierra es una comunidad de seres vivos de la que los humanos son parte integrante, no separada.
A menudo, la estrategia jurídica que subyace a los casos sobre los derechos de la naturaleza vincula los derechos de las comunidades indígenas y locales con los derechos de los ecosistemas, haciendo hincapié en que el bienestar humano depende de un medio ambiente sano. El movimiento ha despegado en toda Sudamérica, en gran parte debido a la elevada población de indígenas y comunidades locales que viven en la naturaleza.
En la Sierra Nevada de Santa Marta, cuatro pueblos indígenas —los arhuacos, los kogui, los kankuamo y los wiwa— han desarrollado a lo largo de miles de años un vasto conocimiento cultural y ecológico sobre la gestión del bosque, que consideran el “corazón del mundo”. Pero, según datos de la Agencia Nacional de Minería, hasta el año pasado se concedieron al menos 150 licencias mineras en la región y todavía habría más de 130 solicitudes pendientes.
La demanda presentada por la Fundación Amar Madre Tierra alega que las leyes de conservación existentes son inadecuadas e ineficaces y que no se consultó adecuadamente a las comunidades indígenas afectadas acerca de los proyectos mineros y de infraestructura, como exigen las leyes colombianas e internacionales. También se exige que el tribunal revoque una licencia minera concedida a la empresa colombiana Mincivil Topco y que ordene a los Gobiernos nacional y local que cumplan plenamente sus obligaciones de defender los derechos de las comunidades indígenas y de restaurar las zonas afectadas de la región de la Sierra Nevada de Santa Marta.
Un abogado de la Fundación Amar Madre Tierra —que prefiere permanecer en el anonimato por razones de seguridad, debido a los peligros que corren los ecologistas en el país— declaró que la demanda invita al tribunal a adoptar un enfoque “biocultural” que priorice los “procesos vitales” de los ecosistemas y su conexión con las comunidades indígenas y sus valores y sistemas de conocimiento ancestrales. “Tenemos que dejar de concebir el jaguar, el guacamayo y otras partes de la naturaleza como recursos y fuentes de ingresos”, afirmó.
Ni la empresa minera Mincivil Topco ni la embajada de Colombia en Washington quisieron hacer comentarios sobre la demanda.
La evolución de los derechos de la naturaleza en Colombia
En Colombia, los derechos de la naturaleza como conceptos jurídicos y culturales no son nuevos. Al menos siete sentencias judiciales han reconocido los derechos de los ecosistemas y las especies, aunque los críticos califican su aplicación de inadecuada y, en un caso, adversa para las comunidades locales.
El movimiento echó raíces en el país a mediados de la década de 2010, cuando una coalición de comunidades indígenas y afrodescendientes ganó un pleito contra el Gobierno federal por la contaminación y degradación generalizadas de la cuenca del río Atrato. Situada en el departamento de Chocó, al noroeste del país y colindante con Panamá, sufre la violencia de grupos armados, el narcotráfico, la tala ilegal y la minería.
En 2016, la Corte Constitucional de Colombia, una de las cuatro Altas Cortes coiguales del país, dictaminó que esas actividades violaban los derechos de la población local a un medio ambiente sano y reconoció la cuenca hidrográfica como una entidad sujeto de derechos a la protección, conservación, mantenimiento y restauración. La sentencia también exigió el nombramiento de guardianes del ecosistema: un miembro de la comunidad y un delegado del Gobierno colombiano, encargados de restablecer la salud de la naturaleza.
Cuando se dictó la sentencia, las fuerzas de seguridad gubernamentales desmantelaron las explotaciones mineras de la región. Pero cuando se retiraron, los grupos armados vinculados a la minería tomaron represalias contra las comunidades.
Una comisión gubernamental encargada de controlar la aplicación del fallo judicial advirtió de graves problemas en un informe de 2022, el más reciente disponible en su página web: las actividades mineras ilícitas aumentaron, los análisis del agua mostraron la presencia de más metales pesados —arsénico, plomo y mercurio— en los sedimentos en comparación con las pruebas de 2019, y la región seguía teniendo “problemas de saneamiento básico”.
Según Constanza Prieto Figelist, directora jurídica de la división latinoamericana de la organización sin ánimo de lucro Earth Law Center, que asesora a activistas de los derechos de la naturaleza de la región en litigios y estrategias legislativas, estos problemas de aplicación no son exclusivos de las sentencias sobre los derechos de la naturaleza. Prieto señala que las resoluciones judiciales sobre derechos humanos, la legislación medioambiental general y otros ámbitos de la ley también tardan en aplicarse y que es imposible reparar en pocos años el daño que se ha hecho a lo largo de siglos. Esperar que las leyes sobre derechos de la naturaleza cambien esa situación de la noche a la mañana “no es realista”, asegura.
Otras sentencias han tenido consecuencias imprevistas. Dos años después del fallo sobre la cuenca del río Atrato, la Corte Suprema de Colombia dictó una orden en la que reconocía toda la selva amazónica colombiana como sujeto de derechos. La demanda la presentaron 25 jóvenes que alegaban que la deforestación, al empeorar el cambio climático, violaba su derecho a un medio ambiente sano.
Los ecologistas y activistas de los derechos elogiaron la decisión: la consideraron un precedente que marcaba un antes y un después y promovía la equidad intergeneracional y el pluralismo jurídico al incluir los derechos de la naturaleza, que forman parte de los sistemas de creencias indígenas.
Sin embargo, esos elogios se convirtieron rápidamente en críticas a la aplicación de la sentencia por parte del Gobierno colombiano. En 2019, la administración del entonces presidente Iván Duque desplegó la Operación Artemisa, una campaña militar destinada a desmantelar las organizaciones criminales que se apropian indebidamente de tierras y las deforestan para convertirlas en pastos para ganado, cultivos, explotaciones mineras y madereras.
La administración de Duque afirmó que la operación conservó en 2019 más de 27.000 hectáreas de bosque en todo el país, una extensión similar a la de la ciudad de La Habana. Pero Colombia perdió unas 171.000 hectáreas al año siguiente, ya que la actividad policial se vio limitada por la pandemia.
Artemisa también fue criticada por no tener en consideración a las comunidades indígenas afectadas durante la planificación y por centrarse supuestamente en las comunidades que habitan en los bosques y realizan actividades de subsistencia, en lugar de combatir a los financiadores de la deforestación.
Dwirunney Torres, líder indígena arhuaco residente en la región de la Sierra Nevada de Santa Marta, afirma que las repercusiones de Artemisa en las comunidades indígenas son un ejemplo de por qué éstas deben estar presentes desde el principio en la defensa y planificación de la conservación, incluidas las demandas sobre los derechos de la naturaleza. El líder defiende que, si hubieran tenido voz en el pleito, tal vez la sentencia hubiera garantizado que las comunidades indígenas no se vieran afectadas negativamente por la aplicación de las resoluciones. “Somos nosotros los que sabemos cómo debe protegerse y cuidarse nuestro territorio y todo lo que hay en él, llevamos milenios haciéndolo”, añade. “No somos menores y no necesitamos que personas ajenas tomen decisiones sin contar con nosotros”.
Este texto fue publicado en colaboración con Inside Climate News. Pulsa aquí para acceder a la versión en inglés.
Katie Surma es reportera en Inside Climate News, donde se enfoca en el derecho y la justicia ambiental internacional. Antes de unirse a ICN, ejerció la abogacía, especializándose en litigios comerciales. También escribió para varias publicaciones, y sus historias han aparecido en el Washington Post, USA Today, Chicago Tribune, Seattle Times y The Associated Press, entre otros. Katie tiene una maestría en periodismo de investigación de la Escuela de Periodismo Walter Cronkite de la Universidad Estatal de Arizona, un LLM en derecho internacional y seguridad de la Facultad de Derecho Sandra Day O’Connor de la misma universidad, un JD de la Universidad de Duquesne, y fue licenciada en Historia del Arte y Arquitectura en la Universidad de Pittsburgh. Katie vive en Pittsburgh, Pensilvania, con su esposo, Jim Crowell.
Traducción: Meritxell Almarza
Montaje de página y finalización: Alice Palmeira
Revisión: Glauce Monteiro
Dirección: Marcos Colón